Agur

Estaba el pasado jueves en el estudio de radio grabando una edición de Sexy Music cuando Juanjo me miró con sorpresa y giró la pantalla de su portátil. En la web de EL PAÍS, a sangre, se leía la noticia que los españoles llevábamos más de 40 años esperando: «ETA anuncia el fin de la violencia».

Entre meter indicativos y ráfagas, dar paso a una y otra canción, buscar documentación sobre la marcha y hablar sobre los temas, no tuve tiempo de leer el cuerpo de la noticia, ni siquiera de pararme a pensar en lo que acababa de leer, de ir más allá del choque profundo que el título me había provocado.

Luego estuvimos con Gregorio, hablando de periodismo y de proyectos diverso que pondremos en marcha dentro de poco. Pero ninguno mencionó el acontecimiento mayúsculo de ese día. Hasta el punto de que, hasta que no llegué a mi casa y, más tarde de la medianoche, me senté en el ordenador y leer en el Twitter lo que decía la gente sobre el (casi) fin de ETA, no volví a acordarme de ello.

Repasando los tuiteos que publicaban muchos compañeros periodistas, tuve la repentina certeza de esta en un día en los que más conviene callar y leer y escuchar que decir cualquier cosa, no sólo porque lo que decían esos periodistas, con mil y un tiros dados y con muchos años de convivir con noticias sobre ETA, dejaba en pañales que cualquier cosa que pueda decir yo, sino porque en ese momento comprendí que dijera, tanto menos en 140 caracteres, podría dar testimonio de lo que significaba el acontecimiento que estábamos sucediendo y lo que para todos suponía.

Hacía bastantes años que ETA atentó por última vez en Sevilla. Casi siempre que había oído hablar de alguno de sus asesinatos, era lejos de mi ciudad, pero no siempre fue así. En un instante me vi sentado en el pupitre de la escuela, con 10 años, en una mañana de invierno de la que sólo recuerdo al compañero que se sentaba delante de mí hablándome de que «esta mañana han dicho que la ETA ha matado a dos personas». «Seguro que habrá sido por el País Vasco o por Madrid, por allí arriba; no creo que se atrevan a venir a Sevilla», le respondí.

No podía imaginar que las dos víctimas eran Alberto Jiménez-Becerril, concejal del PP en el Ayuntamiento de Sevilla, y su esposa Ascensión García Ortiz, como tampoco podía imaginar la rabia que me produjo enterarme de que habían sido ellos los asesinados. Rabia, acaso, contra mí mismo, mezclada por vergüenza, por haber pensado que no podrían haber atentado aquí, tan cerca.

Rabia y también miedo. Era la primera vez, desde que tenía conciencia, que veía que los etarras mataban en Sevilla, y de pronto entendí que mi padre, policía nacional, podría ser el siguiente, un día cualquiera. Desde entonces empecé a desear verlo sentado en el sillón al llegar a casa y empecé a odiar los turnos de noche, y no quería que dejara el ritual de llamar desde la comisaría, como siempre hacía.

Un día, años más tarde, mi padre llegó a casa con una foto en la que él posaba junto a Creta, una perra con la que rastreaban la plaza en la que se ubica la comisaría en busca de explosivos. En aquél tiempo, la ETA era ya ciertamente más débil, y yo, que tenía ya 18 años, había conseguido aplacar ese miedo de niño, pero no pude evitar sentir desasosiego ante aquello que mi padre, sin ánimo de asustarme, me contaba.

Acababa de casarse con mi madre y ya partió hacia la Academia, en Ávila. No tuvo tiempo de egresar y de pasar unos días en el pueblo cuando los dos pusieron rumbo a Pamplona, para luchar contra los terroristas. Allí permanecieron tres años, desde 1980 a 1982. Con el tiempo he ido conociendo historias de aquella época, de «los años malos de la ETA», como los llama mi madre. Mi propio padre me ha ido relatando las noches en que protegían centrales eléctricas contra los atentados; los atardeceres por campos en medio de ninguna parte, intentando captar las comunicaciones por radio de los etarras (al tiempo que los etarras podían interceptar las suyas, descubrir su posición y acribillarlos); las manifestaciones de abertzales en que los policías se veían obligados a salir corriendo porque los lapidaban a pedradas.

El año pasado diagnosticaron a mi padre cáncer de pulmón. Los médicos vieron en la intervención la única posibilidad de erradicarlo y que no supusiera un peligro mayor del que ya era. Finalmente, la operación fue un éxito. Le extirparon el pulmón derecho, le rasparon algunos pequeños restos cancerígenos en las costillas y no hubo más problemas. Ni siquiera tuvo que tratarse con quimioterapia. Un auténtico milagro (sobre todo para el que haya visto cuánto llegaba a fumar mi padre antes de operarse).

No le pregunté cómo se sentía tras la operación. Me conformé con poder preguntarle cualquier otra cosa. El otro día tampoco le hice un solo comentario sobre el fin de la violencia de ETA. Pero, aunque él no hable sobre ello, estoy seguro de que, una vez más, igual que tras su operación, por dentro mi padre se siente más liviano, carente de un nuevo peso que ha llevado con él mucho tiempo y que al final no ha conseguido ahogarlo, y sabedor de que, de nuevo, su lucha y su esfuerzo contra los asesinos, como la de muchos otros, algunos de los cuales dieron hasta su vida, no ha sido en vano.

Publicado por

Jesús Rodríguez

Periodista, fotógrafo, locutor de radio y escritor de Sevilla. He trabajado para más de veinte medios en distintos soportes. Estoy especializado en política, datos, temas sociales y música electrónica.