El agujero

Me mezclo con una marabunta que espera ansiosa, como delante del Purgatorio, a que se abran las puertas. Entramos  todos a la vez, y nos encontramos con más almas, apretujadas, sentadas y de pie. De pronto nos invade una especie de rubor colectivo, la vergüenza de sabernos culpables de una especie de pecado capital que nos condena a compartir estancia con muchos desconocidos. Y por eso todos callamos, evitamos las miradas ajenas y posamos la vista en cualquier trozo de pared que quede libre. Hay incluso una respiración tensa. Se siente pero no se oye, por culpa de los chirridos que llegan desde fuera y nos taladran los oídos. A veces se vuelven a abrir las puertas, y entre la gente que entra en tropel hay otros que salen. Entonces tengo por seguro que a ésos no los volveré a ver. Me inquieto cuando pienso en el tiempo que llevo hacinado allí, y comienzo a preguntarme si finalmente saldré de aquella ratonera, y si lo haré donde yo espero. Quiero saber qué ocurre afuera y echo un vistazo por la ventana, pero sólo veo oscuridad y mi rostro perplejo y angustiado reflejado en el cristal.

No me gusta viajar en Metro.

Los sanfermines y Twitter: derecho o deber de informar

En esta última semana hemos tenido dos acontecimientos que han causado revuelo en los círculos periodísticos y más allá de ellos. El primero de ellos fue la muerte de Daniel Jimeno durante uno de los encierros de San Fermín. El otro saltó en la mañana de ayer, a raíz de un tuiteo de Luis Rull: la negación de Techcrunch de publicar algunos documentos confidenciales de Twitter que han caído en sus manos.

Estos dos hechos, más que otra cosa, han puesto en cuestión los derechos y deberes no sólo de los periodistas, sino también de los blogueros, en tanto que informadores en potencia y de facto. ¿Es ético e incluso legal publicar la foto de un joven medio desangrado o un documento confidencial de una empresa?

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El barrio

Vuelvo al barrio, a Diego de los Reyes,
al antiguo mercado con fachada
de hierro y de cristal. Al bar Canela,
al eterno aroma a vino y caracoles.
Allí donde se sienta Juan Antonio,
el Cáscara, con el sillón de sky,
debajo de los plátanos de sombra.
Aún siento gritar a los chiquillos
al fondo de la calle, en los columpios,
y se escucha la voz del cuponero
pregonando la suerte en una esquina.
En el barrio las horas pasan lentas
como pasa la historia por sus calles,
por esos personajes que no cambian.
Es esa algarabía que no cesa,
que te arrulla y te mece y te acomoda,
que teje el gran tapiz de nuestras vidas
con hilo de color de tarde antigua,
como tejen tresillos en invierno
las viejas de la tienda del Barbero.
Es ese puente anciano y encorvado,
testigo de odiseas y retornos.
Es El Faro y la luz de las callejas,
las casas bajas, de zaguán y patio,
los viejos de cigarro y mecedora
contando historias al caer la tarde.

30-VI-09

El ojo indiscreto

Estaba yo una tarde estudiando en el piso de una compañera de clase. Ella vive en una de esas calles estrechas de Los Remedios profundos. Eran las diez de la noche, ya habíamos cenado y nos fuimos a la terraza para seguir estudiando. De repente, me dio por mirar a las ventanas del bloque de enfrente. Lo que es la vocación de voyeur.

A través de la ventana que caía justo enfrente de la terraza se veía un matrimonio mayor  que cenaba viendo la tele. Era una estampa genial, pero no llevaba encima la cámara, así que le pregunté a mi amiga si tenía alguna. Fue corriendo a buscar su Sony compacta y me puse a toquetearla. Estaba en un rincón privilegiado, medio oculto, y el matrimonio no me había visto.

Pero si no la liaba, no era yo. Y ahistabartío: hice la foto con el flash puesto. El canteo fue máximo. Al principio, los vecinos no se dieron cuenta. Pero cuando fui a echar la segunda foto, sin flash, el hombre ya me estaba mirando con cara de bastante mala leche. Me hizo un gesto con la cabeza, como diciendo: «vamos a ver». Yo le respondí con el mismo gesto y le pedí disculpas con la mano, pero el hombre seguía con la misma cara de mosqueo, y enseguida su mujer corrió la persiana.

Me sentí bastante avergonzado. Más que por mí, por mi amiga, que es la que tiene que ver a menudo a aquellos dos. Yo no había hecho nada malo. Al menos, aquello no lo había hecho con mala intención. Lo único que quería era inmortalizar una estampa que me parecía estupenda. Quiénes eran aquellas dos personas, qué estaban haciendo o sus mismos rostros, no me importaban ni interesaban en absoluto. Pero claro, eso lo sabía yo. Aquella pareja de casi abuelos no entendió eso. Y creo que les habría dado igual cualquier explicación. Aunque yo sí les comprendí.

Es normal esa reacción de dos personas mayores en este mundo dominado por la imagen, sobre todo cuando ésta es a menudo robada e injuriante. Es normal que aquel matrimonio pensara que quería fotografiarlos para perpetrar Dios sabe qué tipo de fechoría. O quizá pensaran que de verdad soy un voyeur que me divierto espiando a los demás. Ellos nada sabían de los Retablos, ni de la historia de las ventanas, ni de nada de eso. Después de todo, a nadie le gusta que se metan en su vida o en su casa.

A menudo me siento incómodo fotografiando personas. En parte, porque una persona que se sabe enfocada tiende a posar, y no me agrada eso. Pero en realidad es porque siento que tomo algo ajeno sin permiso. Por eso muchas veces, cuando me sorprenden, hay gente que me mira con mala cara y luego se da la vuelta o se levanta y se va. También hay otros que me miran con una mezcla de extrañeza y desconfianza, y que se van o bien se quedan luego de varias tomas y de ver que sólo quieres guardar un instante.

Cuando me escondo para fotografíar a personas y evitar que posen o que se espanten, me siento como un cazador furtivo en medio de un safari callejero. Pero si lo hago abiertamente, me siento indiscreto y descarado. Supongo que todo difiere según las circunstancias, y quizá sea cuestión de centrarse y adaptarse a alguna de esas dos actitudes, o de saber combinar ambas en cada momento. Y vosotros, ¿qué pensáis?

El pago en los medios y el valor de la información

El otro día, navegando por el blog de Juan Varela, me encontré con esta entrada antigua, en la cual su autor hablaba de que la publicidad como base del modelo de negocio de los medios está llegando a su fin, como también le ha sucedido al modelo de pago por la información. Y aunque es antigua, no deja de ser actual y de dar pie a una sencilla reflexión.

El descarte de la publicidad como un sustento y una fuente de negocio para los medios viene provocado por la falta de anunciantes, algo que ha echado por tierra el planteamiento de los gratuitos (como hemos podido comprobar con el cierre de Metro, de ADN.es y de ocho delegaciones de 20Minutos), pero sobre todo es causa del coste tan bajo que los anuncios adquieren en Internet, y eso incide en las posibilidades de negocio de los medios digitales, sean del tipo que sean.

El negocio de los medios no puede seguir basándose en la publicidad. Si se supone que ha habido o que está dándose un cambio de paradigma en la industria de la información, es absurdo seguir con la misma base de negocio, tanto más en tiempos como los actuales, de profundos cambios en la economía que afectan notablemente a la publicidad, a cuánto se acude a ella y a los caminos que ésta tomará de ahora en adelante para difundirse.

Si ya no podemos vivir de la publicidad, nos queda sólo la solución del cobro por contenidos. Pero, como bien dice Varela en su artículo, ni una ni otra serían posibles. Al menos per se. Varela tiene razón al decir que sería absurdo volver a cobrar por determinados contenidos, como el grueso de las noticias, cada vez más homogeneizadas y basadas en información de agencias, gabinetes y notas de prensa (el periodismo de teletipos).

Pero también matiza, no con menos acierto, que generar el pago de los lectores es posible siempre que se ofrezca un producto diferente, algo único que no ofrezca nadie más. Reportajes, vídeos, fotos e historias por las que de verdad merezca la pena pagar, aunque sea poco. Algo como este magnífico fotoreportaje multimedia de Le Monde, del que tuve conocimiento gracias a Paper Papers, y que supone un perfecto ejemplo de ese periodismo de calidad que mezcla lo mejor de antes -la curiosidad y las ganas por buscar la verdad- y lo bueno de ahora. Un ejemplo de en qué debería consistir el nuevo periodismo, en lugar de otras cosas extrañas que anuncian algunos gurús.

Los medios tienen que asumir este reto, por su propia existencia, y en este reto tienen un papel preponderante los periodistas. Nosotros debemos pensar en nuestra labor, y preguntarnos si estamos preparados. Y cuando lo veamos claro, invitar a los lectores a que se preparen ellos para seguirnos.

6

Éste es el reportaje que mi compañero de facultad, el fotoperiodista Antonio Rull, presentará como trabajo en el 13º Encuentro Internacional de Foto y Periodismo de Gijón, que se celebrará en dicha ciudad entre el 10 y el 19 de julio. Espero que les guste y que nos ayude a debatir y comentar sobre la temática expuesta en el reportaje, que es aquello para lo que el propio Antonio confiesa que le gustaría que tuvieran en cuenta su trabajo.

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Y, por supuesto, le deseo a Antonio muchísima suerte en el certamen, a ver si se viene con un premio debajo del brazo.

Según sentencia el tiempo

Son las dos y cuarto de la mañana. Hace más de tres horas que dije que me iba a estudiar Derecho, pero en realidad no no he dejado, hasta ahora, de curiosear en el ordenador. Sólo cinco minutos más, me dije, y para hacer algo de provecho decidí importar los feeds del Google Reader que me pasó Bukowski.

Parecía que lo iba a dejar todo para otro día, cuando leí, entre otros muchos títulos, A ver si me pagan. Es (o era) el nombre del antiguo blog de Bukowski. Les confieso, como alguna vez he hecho con él, que he deseado volver a consultar ese blog que, para desgracia de los que lo leíamos, desapareció en agosto de 2007. Era una auténtica referencia para nuestro círculo de lectores-blogueros, y contenía multitud de entradas, todas interesantes.

Y así, con una tremenda curiosidad, pinché en el título. Allí estaban todas las entradas, una tras otra. Faltan algunas fotos, algunos enlaces están caídos, y varios vídeos de Youtube han sido retirados. Y tampoco pueden leerse los comentarios, esa salsa de todo blog cuya importancia y sentido comentábamos el otro día con Enrique.

Pero no importa. Allí estaban, y ahí siguen estando. Comencé a bajar con el ratón, y no lo creía. Realmente podían leerse los textos que, durante tantos meses, nos regaló su autor. Y así me tiré casi tres horas, repasando todas las entradas, en orden cronológico inverso, desde las que mejor recordaba (aquel homenaje a Spider-Cerdo, Robert Donat interpretando al Conde de Monte Cristo, la peleíta de los «chicos de Númenor» con Cristo entrando en Bruselas, o el ventilador que anticipaba el verano), hasta las primeras, a finales de octubre de 2006, muchas que nunca leí (aquella de muertes tontas -la primera del todo-, la de los trenes que pasan vacíos, o el primer poema del blog: el Remedia Amoris de Mesanza).

Entre medias, muchas entradas sobre poesía -y poemas propios-, reflexiones, cuentos, vídeos, fotografía, videojuegos e informática, cine, música… Me parece aparatoso, e incluso desagradable, tener que pararme a enumerar algunas. No es algo que me apetezca en este momentos, pues he estado escribiendo casi sin pausa durante veinte minutos, y esta entrada no es más que el culmen de ese regusto dulce que tengo ahora mismo, después de ojear todo el blog de una tacada.

Mientras he estado escribiendo, escuchaba una sesión de Deep House, obra del Dj Angel Monroy, y que descubrí gracias a un post que Bukowski me dedicaba precisamente a mí. Esa música soulful, tranquila, melódica, cremosa, mientras saboreaba las líneas con las que muchos disfrutamos y compartimos opiniones, risas y vivencias al calor de esa lumbre, como diría Rocío, que era el A ver si me pagan.

Por momentos, mientras miraba la fecha de cada una de las entradas, he revivido las sensaciones de aquel muchacho de 19 años, aún despreocupado, que todavía no sabía gran cosa de esto que es la vida. Y no es que ahora sepa mucho más, pero digamos que el cuento ha perdido parte de su gracia. Entonces, en aquellas tardes de frío, cuando echábamos de menos el invierno, cuando nos alegrábamos de los Jueves Santos encapotados -porque Dios está en la lluvia-, cuando reíamos y llorábamos, y bailábamos cuando nadie nos veía y tocábamos pianos invisibles a ritmo de funk setentero, entonces -así quiero creerlo-, al menos durante el tiempo en que dura un suspiro, fuimos felices.

Ya noto que el sueño me va venciendo, y me siento bastante extraño. Llevo un mes sin postear, dando vueltas a dos o tres entradas sin conseguir ni tiempo ni palabras para culminarlas. Y hoy, de un chispazo, ha surgido esto. No sé si está bien o no, pero no me importa demasiado.

El Buentes y yo ya hablábamos el otro día, entre copas y pescaíto, con Uca aquello de que los temas, en poesía, siempre son los mismos. Yo creo que no sólo en poesía, sino con todo en la vida. Al final nos llevamos lo que nos llevamos, y lo demás no importa. Las risas, las reuniones, las pechás de comer y las cañas. Las pipas encendidas. Los cantos. El viejo rito. Los amigos. Los buenos recuerdos.

Todas esas cosas que, cuando las descorchas en una noche como ésta, después de un largo tiempo, saben tan bien como un Château Cheval del 61.

Gregorio Verdugo: «No hace falta un título de licenciado para hacer periodismo»

[También publicado en Estrellas y Estrellados]

Gregorio Verdugo es un filólogo sevillano, trabajador de la empresa municipal de autobuses de Sevilla, Tussam, que un día creó un blog para, tras el seudónimo de Jack Daniel’s, contar al mundo historias acerca de las cosas que veía y vivía. Hoy es toda una personalidad en la red, y nos habla de periodismo.

Un filólogo que en la madurez se mete a periodista. ¿De dónde te vinieron las ganas?
Pues de un día que me caí de la cama, de hace un montón de años. (Ríe) Yo siempre me acuerdo de que, cuando estaba en el instituto, mi padre ejercía siempre control sobre mí y no me dejaba irme a la calle si no me sabía la lección. Como yo estudiaba relativamente rápido y mi padre siempre me mandaba de vuelta al cuarto, cuando me terminaba la lección empezaba a leer novelas con las que llegué a la lectura y la escritura. A mí siempre me ha obsesionado contar cosas. He hecho periodismo durante toda mi vida, pero siempre sin cobrar un duro. He trabajado en El Correo, he publicado cuentos… pero nunca me ha dado por estudiarlo, porque en mi época no había Periodismo en Sevilla, así que hice Filología. Hasta ahora, cuando he podido estudiarlo aquí, aunque considero que no hace falta un título de licenciado ni para contar lo que pasa ni para hacerlo bien.
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La fe de errores del periodismo

El pasado viernes (29 de mayo), la edición de Sevilla del diario ABC publicó una información breve en el que se hablaba de una condena de la Audiencia Provincial de Sevilla a una empresa aceitera de Estepa, por envasar aceite de oliva con insectos en el interior de las garrafas. Podéis leer la noticia en esta captura.

Al día siguiente, sábado 30, el diario publicó debajo de las cartas de los lectores una fe de errores en la que reconocía que la información del día anterior era errónea, y por ello se decía que la empresa condenada estaba radicada en Estepa, si bien este municipio tiene relación con la noticia por ser su juzgado el que dictó la sentencia, y no por albergar al almacén. Podéis leer la fe de error en esta captura.

Este detalle anecdótico, que perfectamente podría haber pasado desapercibido, deja lugar para una reflexión tan importante como profunda puede llegar a ser. La responsabilidad de este error no corre a cargo del propio diario, sino de la agencia EFE, que fue la que se hizo eco de la noticia y la difundió con datos erróneos entre las redacciones. Posteriormente, cuando se descubrió la equivocación, EFE emitió un teletipo con una fe de errores.

Por eso podemos ver que ABC pudo rectificar, aunque fuera mediante el método de la fe de errores, tan temido en las redacciones. Otros diarios también publicaron la noticia a partir del teletipo de EFE. En la web de El Mundo podemos ver la información corregida. No obstante, en El País aún persiste la información errónea, y aún no han rectificado -ni lo van a hacer, claro-.

A tenor de esto deberíamos pensar en la excesiva confianza que a menudo tiene  las redacciones de los medios -no sólo los tradicionales, sino también, y cada vez más, los digitales- en los teletipos que envían las agencias y, por otra parte, las notas de prensa oficialistas de administraciones públicas, partidos políticos, empresas u asociaciones. Una confianza que no sólo provoca que a los periodistas nos cuelen propaganda y datos e información sesgados e interesados, sino que además lleva a dar por válida cualquier cosa que comuniquen los teletipos, lo que conduce a situaciones como ésta, en las que había un dato equivocado y se produjo un verdadero efecto dominó de errores.

En todo caso, lo ideal sería que el periodista se informara de forma complementaria acerca del asunto y procurara no sólo contrastar lo que se afirma en el teletipo, sino incluso recabar más datos. No obstante, a no ser que el asunto sea de un especial calado, rara vez se hace en la mayoría de informaciones extraídas de teletipos, generalmente menos importantes que las de elaboración propia.

La causa de esta lacra, una de las principales malas artes del periodismo actual, es la despreocupación o vagueza del periodista, pero también la falta de tiempo o de medios que padecen muchos profesionales. De forma que, como en tantos otros puntos, a todos -profesionales, medios y lectores, por no ponerle la cara colorada a los responsables de estas situaciones- nos toca entonar el mea culpa. Aunque me da la impresión de que no lograremos nada mientras se prefiera emitir una fe de errores antes que trabajar por prevenir estas situaciones.