Cinco de diciembre

Es una mañana lenta de domingo, de lluvia y hojarasca. El agua cae a ratos sobre el huerto, breve pero intensa. Leo artículos de prensa e historia, junto a la ventana de mi cuarto. Desde allí veo caer la lluvia, las gotas que cubren el cristal. Cuando dejo de oír el repiqueteo, miro hacia afuera y contemplo el cielo. De pronto veo también un mirlo. Corre sobre la tapia, pica algunos frutos de las parras y vuela al tejado del vecino. Mira al cielo durante un instante y de un salto vuelve a la tapia. Dejo de mirarlo y pronto siento llover de nuevo. Miro por la ventana pero el mirlo ya no está. Se habrá ido, supongo. Ya escampa. Como un ritual, contemplo el cielo. El mirlo vuelve a estar sobre la tapia. Da varias carreras y vuelve sobre sus pasos. Lo contemplo durante largo rato. El cielo sigue jugando a regar la tierra del huerto de poco en poco y el mirlo desaparece con la lluvia y retorna a su sitio cuando escampa. No consigo ver dónde se esconde. Sólo alcanzo a verlo volar del tejado a la tapia y correr sobre las parras. Ha escampado otra vez. El mirlo vuelve a estar sobre la tapia, pero hace rato que ya no corre. Ahora apunta al cielo con su pico amarillo. Mueve un poco la cabeza, da dos pasos breves, indecisos, se detiene. De pronto ya no lo veo. Ha volado a esconderse en casa del vecino, tras la tapia. Quizá me ha descubierto mirando en la ventana y se ha asustado. No tardará en llover de nuevo.

XIII

«Tú no has tenido infancia», me repiten,
y es cierto lo que dicen. Yo no tuve
películas de Disney, ni los Goonies
pasaron por mi tele, ni he leído con Bastian
los libros de la Historia Interminable.
Nunca he visto jugar a Cantona
ni recuerdo aquel juego de las chapas.
Fui muchacho de no salir de noche
pero no disfruté de libros o películas
o de sueños dorados de casi veinte años.
Ya soy un niño grande y extraviado
que no sabe su nombre ni su origen.
Ahora que es difícil labrarse un buen futuro
-el único camino que me queda-
busco ciego una luz, una certeza,
y sólo encuentro gente que me dice:
«tú no has tenido infancia». Me condenan
a esta burla de siglos y me quedo
en este cuarto oscuro, tan niño despojado
de sus días, jugando con mi sombra,
inventándome historias que nadie más conoce.

28-XI-2010

Ver, oír y contar

¿Por qué relatamos historias? ¿Para pasar el rato? A veces. ¿Para informar? ¿Para decir algo que no ha sido dicho todavía? Sí, a veces, sólo para ganarnos el pan de cada día o para hacer que la gente entienda lo afortunada que es, dado que hoy la mayor parte de los relatos son trágicos. A veces parece que el relato tenga una voluntad propia, la voluntad de ser repetido, de encontrar un oído, un compañero. Como los camellos cruzan el desierto, así los relatos cruzan la soledad de la vida, ofreciendo hospitalidad al oyente, o buscándola. Lo contrario del relato no es el silencio o la meditación, sino el olvido. Siempre, siempre, desde el principio, la vida ha jugado con el absurdo. Y dado que el absurdo es el dueño de la baraja y del casino, la vida no puede hacer otra cosa que perder. Y, sin embargo, el hombre lleva a cabo acciones, a menudo valientes. Entre las menos valientes y, no obstante, eficaces está el acto de narrar. Estos actos desafían el absurdo y lo absurdo. ¿En qué consiste el acto de narrar? Me parece que es una permanente acción en la retaguardia contra la permanente victoria de la vulgaridad y la estupidez. Los relatos son una declaración permanente de quien vive en un mundo sordo. Y esto no cambia. Siempre ha sido así.  Pero hay otra cosa que no cambia, y es el hecho de que, de vez en cuando, ocurren milagros. Y nosotros conocemos los milagros gracias a los relatos.

[John Berger, en el congreso Ver, entender, explicar: literatura y periodismo en un fin de siglo, Milán, noviembre de 1994. Recogido en el ensayo de Ryszard Kapuscinski Los cínicos no sirven para este oficio]

XII

En la pared reluce entre penumbras
un crucifijo de oro ennegrecido
que aguanta alguna oscura penitencia.
En el silencio frío de la lluvia
parece que me llama,
me mira y me pregunta: «Quid est veritas?
¿Qué verdad es ésta que ahora buscas
en un montón de estantes polvorientos,
en una casa extraña que ahora habitan otros?».
Qué fue de la verdad de aquellos años,
de todas las verdades que ahora cubre
el polvo de la vida que en polvo se convierte
en las sombras sin orden de este cuarto.
La lluvia toca lenta en la ventana,
como en tardes de siestas infantiles
en casa de los tíos, en el pueblo,
de mirar las paredes y querer descifrar
las historias que alguien se dejó en los rincones.
Afuera un mundo extraño me espera entre la lluvia.
Es toda la verdad que ya me queda,
es ésa y la que dejo entre las sombras.
En este cuarto, cuando me haya ido,
mis padres mirarán de vez en cuando,
dormirán mis sobrinos y los huéspedes,
y sólo yo sabré qué historias de la infancia
me cuenta la penumbra que ahora vela
el polvo en los estantes, la lámpara, la cama,
la lluvia en la ventana, el negro crucifijo.

30-X-2010

Sevilla la barroca

El sevillano que no ha escuchado setecientas veces que “Sevilla es barroca” es que nació ayer por la tarde. Y no por mucho escucharla, esa ya casi muletilla deja de ser verdad. Ciertamente lo es hasta la más pura de sus esencias. Sevilla es barroca de exagerá. De la calor desde marzo a noviembre, de las sequías sin fin y también de las repentinas trombas de agua en el invierno y acaso también en agosto.

Sevilla es barroca de claroscuros, más intensos cuanto más otoño. Barroca de oros, bronces y cenizas. De la luz y la sombra a cada instante, de lo nuevo e ignoto que aflora entre lo viejo y cotidiano con cada paso, de la sorpresa del forastero y la del viejo arraigado.

Sevilla es barroca por pura apariencia, y esto por encima de todo su barroco ser, igual que el decorado de policromía brillante reviste y esconde las miserias del yeso y el cemento corroído. Todos los días es Sevilla un gran escenario de oro, a veces sólo ocre latón, donde nada parece como es y cada cual representa su propio guión con una impostura que cabalga entre lo trágico y lo cómico, entre la ciudad de la guasa y la pobre ciudad.

Sevilla es una gran mascarada hasta en el compadreo cotidiano, hasta en esa conversación entre dos amigos en la que uno, con guasa, tacha a otro de pijo y el otro le responde al uno que de pijo tiene sólo la P, que coincide con la letra inicial de su nombre. Y al uno le sale del alma responderle lo único que en ese momento sabe y puede decir: «Compadre, eres auténticamente sevillano: eres pura fachada».

Uróboros

25 de septiembre. Hoy hace cinco años que dejé de ser quién sabe realmente qué o quién para empezar a ser lo que soy hoy. Ése que conduce hacia la redacción del periódico por una autovía medio vacía, mirando el sol sobre las lomas a un lado, al otro las torres de los polígonos. Hace cinco años nada de eso era, y hoy, después de haber pasado por allí, todos esos lugares están lejanos y son extraños.

Me pregunto qué será de todas esas tardes del otoño primero, de lluvia repentina, de sol de bronce, de nubes pintando claroscuros en el campo aventado. Los días de antaño son como aquellas estampitas de fútbol de la infancia que pegábamos ordenadas en un álbum, y de cuando en cuando las repasábamos con la alegría y el orgullo de poder decir: «yo conseguí juntar todo esto».

Y en esas estampas hay gente que se mueve, como en las fotografías de Harry Potter. Gente que viene y va y sale del cuadro y otros que llegan, y cambia el escenario y vas viendo lugares olvidados. Y al final del álbum hay una pequeña familia de amigos que sonríen a la cámara, abrazados, unidos por el tiempo. Y el escenario cambia como en un teatro pero ellos siguen allí. Al volver a esos sitios no quedan ni las sombras, sólo la tramoya y un montón de figurantes que nadie ha invitado y nadie conoce. Pero miro las estampas y digo con alegría: «yo conseguí juntar todo esto».

Lo único más triste que haber tenido una infancia triste es haber tenido una infancia feliz y no haberte dado cuenta. Hoy ya es hora de decir adiós a toda la infancia pero aún es tiempo de darme cuenta de todo aquello. Intento recordar cómo era todo hace cinco años, si veía el hoy tal y como es, pero sólo encuentro la neblina de las mañanas primeras del otoño. No sé si por el camino perdí las ambiciones y los sueños de niño que ya no recuerdo, pero sé que en los parques de La Cartuja, en las grises avenidas de Los Remedios, en las estrechas callejuelas del Centro y en veredas de tierra por los campos encontré gente que me hizo encontrar y vivir los sueños nuevos, y acaso también los antiguos.

Hoy todo eso acaba. Ya me toca dejar las viejas sendas, sólo sombras, y conducir un coche destartalado por grandes autovías. Pero hoy todo empieza, y todo vuelve al mismo sitio. Hoy soy el mismo niño de hace cinco años, que cumple su sueño en el periódico que está frente a la facultad en que empezó esta aventura y a donde hoy llego por otros caminos. Me veo con la ilusión de las primeras clases, volviendo cada día a mis amigos, ya de vuelta, como nuevos, como entonces.

Hoy ha venido al mundo un nuevo Buentes. Jesús Rodríguez ha traído el oro entre el bronce de septiembre. Hoy soy Jesús Rodríguez más que nunca. Soy yo y ese niño que viene al mundo con ojos de mirarlo todo por primera vez, en esta larga carretera que ilumina la luz de los días antiguos. Hoy la vida vuelve a la vida y nosotros la abrazamos, siempre nuevos.

Tokyo

Una ciudad de gente y de ruido,
de grises rascacielos arrojados
y pensiones de barrio en que dejé
aquello que en otro lugar fue mío.
En esta ciudad oigo una voz detrás de todo
que me busca y me llama entre todas las músicas.
Me marcho con un llanto sereno porque alguien
me amó sólo un instante, y eso basta.
Esta ciudad, sus infinitas luces
que brillan en la noche y que vuelven conmigo
camino de una casa que ya no sé si es mía.

31-V-10

[Corrección del poema de la anterior entrada, con la impagable ayuda del señor Cerero]

XI

Hay ciudades lejanas, bulliciosas,
de largas avenidas y rascacielos altos
en cuyos ventanales contemplaste
el mundo dando a luz sus maravillas.
Aquello que llevabas lo dejaste en las calles,
en bares, en las camas de pensiones de barrio.
Perdido en las ciudades, como un niño,
escuchando la música que hay entre el bullicio,
la tenue voz de alguien que te llama y te busca
para hablarte al oído y darte un beso.
Retornas con un llanto sereno porque sabes
que alguien, una vez, te amó por un momento
en ciudades que brillan por las noches,
ciudades de neón donde ya siempre vives.

30-V-10

X

El día que cumplí los ocho años
me regaló mi madre aquella armónica.
Tenía una inscripción en letras japonesas
que seguro ha cubierto ya la herrumbre.
Me gustaba escuchar aquel sonido
tan redondo, nacido de un conjuro
formulado al soplar los agujeros.
Transcurrieron los años sin dar tregua
y el tiempo la extravió por los cajones.
Ignoro ya el lugar donde la guardo.
Hoy sólo sé que cumplo veintitrés
y sigo sin saber cómo tocarla.

22-II-10

Penitencia

El silencio y el sol de media tarde,
el alma envuelta en terciopelo púrpura,
rodeada de incienso y de claveles.
Las marchas y el olor del azahar
y el recuerdo de tardes ya lejanas,
de madrugadas muertas en el tiempo.
El camino hasta el pueblo por el puente
que pasa sobre el puerto, hasta las cruces
que esperan apoyadas en una sacristía.
La nostalgia y la pena, en lo más hondo
del alma, siempre dentro, como la penitencia.

1-IV-10