Mdina

En las callejas de Mdina hay un halo dorado que se confunde con la oscuridad, como en un cuadro barroco. El sol  de media tarde cae sobre la piedra caliza de las casas y los santos de mármol. Sólo hay en la calle algunos turistas que pasean extraviados.

Al final de los pasajes hay un gran mirador natural con una bancada de piedra. Desde allí se ven Mosta, San Julián, La Valletta y el mar. También son doradas las casas, las torres, las basílicas, bajo el sol que se cuela entre las nubes. Hay algo barroco en esta isla. Un fulgor que surge en las tinieblas como surge un tesoro largos siglos escondido.

Uno contempla el mar y se imagina aguardando la ira de los turcos que asedian La Valetta y el Gran Puerto. Y vuelve la cabeza y piensa en los turistas que vociferan en la calle y pisan y profanan los templos con los flashes. Y repara en la anciana que otea las callejas sentada al lado del alféizar, con esa mirada grave de quien tiene a la isla por su madre, y ve a los extranjeros que la invaden sin reparos. Extraños en su casa.

La vieja observa todo, silenciosa. Los ojos hondos, serios, imponiendo respeto a quien los mira. Me dice su mirada:  «Hay que bajar la voz, respetar el silencio de las piedras. Hay que pedir permiso en cada puerta. Descalzarse al entrar en las iglesias. Estás en casa extraña, ten cuidado. No profanes mis calles como un turco».

Disertaciones barbudas

Por lo general, un hombre se deja las barbas por pura flojera. Cuando uno deja de ser un muchacho barbilampiño, adquiere el hábito de afeitarse de manera más o menos regular. Por ejemplo, un día por semana. Pongamos que el miércoles. Todos los miércoles el muchacho se afeita como si cumpliera un rito, hasta que llega el miércoles fatídico en el que está terriblemente ocupado con algo. Pongamos que rascándose los huevos en el sofá.

En ese momento, el muchacho decide dejarse las barbas para no tener que afeitarse. La estética u otras excusas otros factores son secundarios. No se dejen engañar por esos agentes de marca encubiertos que son los hombres que se dejan el sueldo en maquinillas desechables. De hecho, luego de un tiempo dejándose las barbas, la gente comienza a habituarse a su nueva presencia y empiezan a decirle que le quedan bien y que está muy guapo. And whatever.

Pero eso no suele suceder con los padres, que persiguen al muchacho diciéndole que es un puerco y un degenerado, entre otras lindezas. Finalmente aceptan las barbas perpetuas, tras un tiempo de adaptación razonable. Unos dos años. Por eso los comienzos no son fáciles. Por eso y por la inexperiencia de llevar una mata de pelo colgando de la cara. A los picores se le suma un remordimiento cada vez que se mira uno al espejo, acrecentado por los piropos paternos. Y el barbudo novato cae de nuevo en el afeitado.

Pero una vez que se entra en esta cómoda dinámica ya no se sale. Conforme uno se adecua a ella y las lindezas de los padres resbalan por la perilla, sólo se recurre al afeitado tras un período mínimo de tres meses.  En este punto, por lo general, un hombre con barba cae en la cuenta de que ha llegado el momento de afeitarse cuando se levanta una mañana, se mira en el espejo y comprueba que tiene los pelos de la barba más tiesos que los de la cabeza.

El afeitado del barbudo es tremendamente tedioso, e incluso doloroso. Requiere unas tijeras para recortar el grueso de las barbas y una maquinilla de afeitar (o dos, habitualmente) para rasurar. También mucha paciencia para soportar este suplicio interminable. Y, por último, una aljofifa y un escobón para limpiar el cuarto de baño.

Hasta que el barbudo, ya con experiencia avanzada, descubre la maquinilla de pelar. Entonces desaparece el afeitado. La barba se vuelve perpetua, impenetrable, y el día en que uno se levanta con las patillas como las de un lince, sólo tiene que recortar. Nunca más rasurar. Y es automático.

La vida del hombre barbudo conduce a la felicidad y el esparcimiento inherentes a la vida del hombre flojo, pues el hombre flojo se rasca los huevos pero el hombre barbudo se rasca los huevos y las barbas. Y si no les dicen que están muy guapos con ellas, quédense con el consuelo de que, al menos, les camuflarán la cara. Además, contra lo que afirman todos los mitos, en verano no dan calor. ¡Pero en invierno abrigan! Se lo digo yo, barbudo oficial desde los 16 años.

Comprendo que piensen que esta disertación es algo totalmente peregrino y que, una vez hayan terminado de leerla, se perderá como las gotas de agua entre los bigotes. Pero sepan que yo no tengo un pelo de tonto y que si les lego este pozo de sabiduría mundana es, simple y llanamente, por el mero placer de rascarme las barbas (y acaso también los huevos) mientras reflexiono.

Prado de San Sebastián, 19:30 h.

Un incesante bullicio de viajeros
que salen de un andén de la estación,
que bajan la escalera, caminando
delante de los bancos. Unos jóvenes
novios celebran su feliz reencuentro.
Los pasos se entrelazan en un baile
con música de claxon y de móviles,
acolchada por el murmullo ronco
de un gran babel de lenguas inconexas.
Hay gente que camina sin destino,
sin rumbo, lentamente. En el semáforo
un corro de chavales aguardando
a otros dos que ya vienen a lo lejos.
Detrás van tres muchachos elegantes,
trajeados con el color oscuro
del incienso, el pelo engominado,
camino de un quinario en algún templo.
El tranvía ya anuncia un viaje nuevo.
Repica la campana. ¡Pasajeros al tren!
El mundo sigue el curso de los días
en este ocaso frío y bullicioso.

20-II-10

La Valletta

A La Valletta se llega de muchas maneras. En barco, en coche o en esas viejas guaguas amarillas que parecen a punto de desvencijarse. Pero se entra a pie. Uno reverencia a los tritones de la fuente y atraviesa andando la puerta de la ciudadela, desarmado y cautivo, como los romanos bajo las horcas caudinas. Abrumado como los caballeros medievales en las calles de Constantinopla.

Uno se siente, irremediablemente, un extranjero más en medio del bullicio de Triq Ir-Repubblika, la calle mayor, una suerte de salón al aire libre con escaparates engarzados en los muros de piedra caliza, a modo de espejos, en el que se celebra un continuo baile de gente entrando y saliendo de las tiendas.

La calle sigue y sigue, cuesta abajo, como el camino en la canción del hobbit, y las casas se estrechan sobre las cabezas de la gente. Pronto aparece una encrucijada. Uno se siente perdido, y a la vez sabe que puede tomar cualquier camino, sin rumbo cierto, y encontrarse por sorpresa a las puertas de la gloria.

Puede desfilar, sin saberlo, bajo la mirada de Cristo, expectante en lo alto de la Co-Catedral de San Juan, y adentrarse en una calle estrecha y en penumbra. Buscar la luz al final del pasadizo y vislumbrar, en la lejana Birgu, las murallas del Fuerte del Santo Ángel, al otro lado del Grand Harbour.

La Valletta es descender por una escalinata, entre pendones rojos y banderas cruzadas. Encontrar una efigie en cada esquina. San Agustín, San Pablo, San Antonio. Asomarse a un balcón, sobre las aguas. Pasear entre héroes y poetas. Acariciar la historia de la ciudadela en una columna carcomida, y saludar al viejo que a sus pies se resguarda del sol de media tarde de septiembre.

En La Valletta el mundo se ensancha y se ilumina, y se siente el abrazo del viento y de los mares. Pero es lugar también para el viajero que prosigue el camino cuesta abajo, por la calle mayor, y deja atrás el bullicio y la gente, lo mundano. Un eco reverbera a cada paso y llama la atención de los curiosos. Hay gente que se sienta en los zaguanes, y hay quien otea el mundo en la ventana. En una puerta, un ramo de casados anuncia la alegría consagrada.

Los callejones trazan un gran dédalo con pequeños tenderetes de verduras, de dulces y chacinas. Los tenderos saludan sonrientes, con voz cálida. No tienen esa pose manierista de los joyeros, y antes de marcharte exclaman sahha (salud) y te bendicen.

De nuevo en la calleja, más abajo, un grupo de turistas charlatanes que salen en tropel de una basílica. Han saciado el deseo de hacer fotos de todo cuanto han visto y ya se marchan. En la puerta hay un cesto para ofrendas y a su lado un anciano lo custodia. Le dejo un par de liras, poca cosa. Me adentro en el templete, me arrodillo a los pies de María y me presigno. Camino entre las sillas un buen rato. En los respaldos cuelgan unas bolsas, y dentro hay misales polvorientos. La tarde va cayendo y el altar se tiñe del color de una vidriera. Estoy sólo en el templo, pero escucho atentamente y oigo voces que cantan la plegaria como ángeles.

La Valletta es el alfa y el omega. Es la luz y la sombra en un instante. Un coloso de piedra y el misterio de todo lo invisible y lo minúsculo. Una estrecha calleja en que se esconde el signo de la vida. Aquel anciano guardián de las ofrendas que contempla contento las dos liras que le echaste, que te abraza al salir de la basílica y proclama con júbilo God bless you!

Mayo

En estas tardes lentas del invierno
añoro de repente el mes de Mayo,
los paseos sin prisas por las calles
del centro, el azahar en los naranjos,
y en las esquinas un perfume eterno
de incienso bajo un palio en Lunes Santo.
En medio de esta tarde silenciosa,
arrimado al brasero en la penumbra,
me pierdo en el recuerdo de las siestas,
las lecturas de sábado en el patio,
el cielo siempre claro, los lagartos
buscando ya la sombra entre las parras,
el canto de algún mirlo en el crepúsculo,
la cena en un balcón, con los amigos.
Me consuela saber que ya es febrero,
que es tarde para el frío, que las sombras
ya están en retirada, y cada día
proclamo con certeza renovada
el título del libro de Mesanza:
yo soy en Mayo, y es conmigo el mundo.

1-II-2010

Pasó Dios, y ninguno lo miramos

Hoy fui a la clínica. Ingresaban a mi madre para un cateterismo de corazón. Una operación supuestamente sencilla, pero  que acoj… acongoja igualmente, ya ustedes me comprenden.

Eran las cuatro de la tarde y estaba en la cafetería comiendo un poco de ensaladilla y un bocadillo de jamón. De pronto entró en el local un hombre de aspecto desaliñado, piel cetrina y barba de tres días, cargado con una mochila y una foto de su familia que iba enseñando a todos.

Se dirigió a mí primero, y sin apenas mirarlo le dije que no tenía nada. El hombre salió enseguida porque en todos encontró la misma respuesta. Pero al verlo pasar por mi lado otra vez, reparé en una de las mitades del bocadillo que me estaba comiendo. Pensé en dársela, pero ya salía por la puerta, así que me planteé levantarme, salir y llamarlo.

Pero me quedé en eso, en la indecisión de si lo hacía o no. Finalmente, creí adecuado hacerlo. O haberlo hecho, mejor dicho, porque ya había pasado mucho tiempo, y era demasiado tarde para salir detrás del hombre. Miré la mitad del bocadillo, la cogí y de pronto me di cuenta de que estaba saciado y no tenía más hambre, después del platillo de ensaladilla y la otra mitad del bocadillo. Y me dio más pesar no haberle dado aquel trozo de pan con jamón a una persona que lo necesitaba y lo iba a agradecer infinitamente más que yo.

En ese momento recordé una pequeña parábola que me contaron de niño. Dios dice a una mujer que va a visitarla cierto día. La mujer se afana por limpiar y arreglar la casa, y entonces recibe la visita de tres mendigos sucios y harapientos, uno tras otro. Ella les dice que se marchen, que lo van a ensuciar todo y Dios está al llegar.

Al final, Dios aparece, pero no como la mujer había imaginado, sino como los tres mendigos. Igual pasó esta tarde en la clínica: Dios entró en la cafetería y se paseó por ella, pero ninguno de los que estábamos allí lo miramos siquiera. Pensaba esto mientras miraba la mitad del bocadillo, y de pronto volví a centrar la atención en mi madre, y me volvió la angustia de la operación.

Imaginé que la cosa del cateterismo se complicaba y salía mal. Imaginé que no volvía a verla más, que me la arrebataban para siempre. Me entraron escalofríos. Si eso sucediera, me quitarían lo más valioso. Sería como si me quitaran mi sustento diario, mi propia vida. Sería como haberle negado a aquel hombre barbudo y harapiento aquel trozo de pan con jamón que ya empezaba a comerme.

VI

Tienen un brillo extraño las farolas
bajo esta lluvia tímida
que cae con parsimonia en las aceras
y apenas toca el suelo y cubre todo.
A algunos los asusta, y se resguardan
en una caperuza, y se apresuran.
Y hay quienes caminan lentamente,
al compás del goteo en las cornisas,
y miran hacia arriba, y atesoran
unas gotas de otoño en la mirada.
Desde el puente se ve tranquilo el río,
se pierde su reflejo en la neblina
que vela la ciudad y las farolas,
que brillan con el oro de otro tiempo.

8-XII-09

V

Mirar por la ventana y encontrarme
los muros de unos grandes edificios
en vez del centelleo de las luces
de toda una ciudad para mí solo.
Bajar las escaleras y querer
abrir aquella puerta y ver a Trini,
y no escuchar su voz en el rellano.
Volver al bar, hallar el dominó
en una caja, beber un vino amargo,
sin parroquia, ni risas, ni tertulia.
Las calles de la infancia, solitarias,
la casa de mis tíos, con su patio
que no ilumina ya la luz del mundo.

10-XI-09

La cantimplora

Encontré aquella vieja cantimplora
escondida en el fondo de un armario,
aún con su redonda pegatina
con dibujos que el tiempo ya borró.
Estaba polvorienta, como entonces,
como en las excursiones del colegio
por el campo, cargados con hatillos
repletos de comida que almorzábamos
al sol, entre los pinos.
Volví a buscarla ayer, con el deseo
de correr por los campos de la escuela,
de tocar ese polvo de la infancia
y ver si descifraba los dibujos
de aquella pegatina desgastada.
Pero no la encontré. La habían tirado
junto a muchos enseres inservibles.
Mi vieja y polvorienta cantimplora
ya está en ese lugar adonde el polvo
acude al polvo en busca de reposo.
Y yo que no seré más ese niño
que iba de excursión entre los pinos.

8-XI-09

El agujero

Me mezclo con una marabunta que espera ansiosa, como delante del Purgatorio, a que se abran las puertas. Entramos  todos a la vez, y nos encontramos con más almas, apretujadas, sentadas y de pie. De pronto nos invade una especie de rubor colectivo, la vergüenza de sabernos culpables de una especie de pecado capital que nos condena a compartir estancia con muchos desconocidos. Y por eso todos callamos, evitamos las miradas ajenas y posamos la vista en cualquier trozo de pared que quede libre. Hay incluso una respiración tensa. Se siente pero no se oye, por culpa de los chirridos que llegan desde fuera y nos taladran los oídos. A veces se vuelven a abrir las puertas, y entre la gente que entra en tropel hay otros que salen. Entonces tengo por seguro que a ésos no los volveré a ver. Me inquieto cuando pienso en el tiempo que llevo hacinado allí, y comienzo a preguntarme si finalmente saldré de aquella ratonera, y si lo haré donde yo espero. Quiero saber qué ocurre afuera y echo un vistazo por la ventana, pero sólo veo oscuridad y mi rostro perplejo y angustiado reflejado en el cristal.

No me gusta viajar en Metro.