El barrio

Vuelvo al barrio, a Diego de los Reyes,
al antiguo mercado con fachada
de hierro y de cristal. Al bar Canela,
al eterno aroma a vino y caracoles.
Allí donde se sienta Juan Antonio,
el Cáscara, con el sillón de sky,
debajo de los plátanos de sombra.
Aún siento gritar a los chiquillos
al fondo de la calle, en los columpios,
y se escucha la voz del cuponero
pregonando la suerte en una esquina.
En el barrio las horas pasan lentas
como pasa la historia por sus calles,
por esos personajes que no cambian.
Es esa algarabía que no cesa,
que te arrulla y te mece y te acomoda,
que teje el gran tapiz de nuestras vidas
con hilo de color de tarde antigua,
como tejen tresillos en invierno
las viejas de la tienda del Barbero.
Es ese puente anciano y encorvado,
testigo de odiseas y retornos.
Es El Faro y la luz de las callejas,
las casas bajas, de zaguán y patio,
los viejos de cigarro y mecedora
contando historias al caer la tarde.

30-VI-09

El ojo indiscreto

Estaba yo una tarde estudiando en el piso de una compañera de clase. Ella vive en una de esas calles estrechas de Los Remedios profundos. Eran las diez de la noche, ya habíamos cenado y nos fuimos a la terraza para seguir estudiando. De repente, me dio por mirar a las ventanas del bloque de enfrente. Lo que es la vocación de voyeur.

A través de la ventana que caía justo enfrente de la terraza se veía un matrimonio mayor  que cenaba viendo la tele. Era una estampa genial, pero no llevaba encima la cámara, así que le pregunté a mi amiga si tenía alguna. Fue corriendo a buscar su Sony compacta y me puse a toquetearla. Estaba en un rincón privilegiado, medio oculto, y el matrimonio no me había visto.

Pero si no la liaba, no era yo. Y ahistabartío: hice la foto con el flash puesto. El canteo fue máximo. Al principio, los vecinos no se dieron cuenta. Pero cuando fui a echar la segunda foto, sin flash, el hombre ya me estaba mirando con cara de bastante mala leche. Me hizo un gesto con la cabeza, como diciendo: «vamos a ver». Yo le respondí con el mismo gesto y le pedí disculpas con la mano, pero el hombre seguía con la misma cara de mosqueo, y enseguida su mujer corrió la persiana.

Me sentí bastante avergonzado. Más que por mí, por mi amiga, que es la que tiene que ver a menudo a aquellos dos. Yo no había hecho nada malo. Al menos, aquello no lo había hecho con mala intención. Lo único que quería era inmortalizar una estampa que me parecía estupenda. Quiénes eran aquellas dos personas, qué estaban haciendo o sus mismos rostros, no me importaban ni interesaban en absoluto. Pero claro, eso lo sabía yo. Aquella pareja de casi abuelos no entendió eso. Y creo que les habría dado igual cualquier explicación. Aunque yo sí les comprendí.

Es normal esa reacción de dos personas mayores en este mundo dominado por la imagen, sobre todo cuando ésta es a menudo robada e injuriante. Es normal que aquel matrimonio pensara que quería fotografiarlos para perpetrar Dios sabe qué tipo de fechoría. O quizá pensaran que de verdad soy un voyeur que me divierto espiando a los demás. Ellos nada sabían de los Retablos, ni de la historia de las ventanas, ni de nada de eso. Después de todo, a nadie le gusta que se metan en su vida o en su casa.

A menudo me siento incómodo fotografiando personas. En parte, porque una persona que se sabe enfocada tiende a posar, y no me agrada eso. Pero en realidad es porque siento que tomo algo ajeno sin permiso. Por eso muchas veces, cuando me sorprenden, hay gente que me mira con mala cara y luego se da la vuelta o se levanta y se va. También hay otros que me miran con una mezcla de extrañeza y desconfianza, y que se van o bien se quedan luego de varias tomas y de ver que sólo quieres guardar un instante.

Cuando me escondo para fotografíar a personas y evitar que posen o que se espanten, me siento como un cazador furtivo en medio de un safari callejero. Pero si lo hago abiertamente, me siento indiscreto y descarado. Supongo que todo difiere según las circunstancias, y quizá sea cuestión de centrarse y adaptarse a alguna de esas dos actitudes, o de saber combinar ambas en cada momento. Y vosotros, ¿qué pensáis?

III

Al abuelo

Me acuerdo de las tardes de verano,
el aldabón tocando aquella puerta
carcomida y raÌda por los años,
la escalera y sus pasos encorvados,
los cuartos con olor a polvo antiguo
y tu vieja figura en la cocina,
silente, triste y corva, despojada
de todo cuanto vale en esta vida.
Parece que fue ayer cuando te fuiste
y me dejaste solo, en esta casa
vieja, de techo apolillado y tejas
cubiertas de verdina y jaramagos.
Parece que fue ayer, y aún te veo
sentado en el aljibe, junto al pozo,
en este patio angosto y silencioso.
Pero ya no seré más ese niño
que buscaba impaciente un beso tuyo.

22-02-09

Ventanas

Pa la Lola y la Esther, que ya les queda menos pa la jubilación

Hace unos días estuve en el hospital de Bormujos, acompañando a mi hermana. Como la cosa iba para largo y yo no tenía ni siquiera un paquete de pipas para distraerme, decidí sentarme fuera, en la puerta de Urgencias.

Me dediqué a observar las ventanas de las habitaciones. Siempre me han fascinado las ventanas. Mirar por ellas, asomarme a los balcones, y observar qué se ve en otras que están más alejadas. Sobre todo de noche, cuando se encienden y apagan las luces, como luciérnagas en las paredes de los bloques de pisos.

Cuando tenía cinco o seis años solía pasar el verano entero jugando en la calle, de sol a sol. Algunas veces, después de cenar, bajaba con mis padres al bar y correteaba por mi calle. Es una de esas calles peatonales con bancos, columpios y plátanos de sombra. En uno de los extremos, antiguamente, había una tapia. Más allá, a lo lejos, se veía la parte superior de un enorme bloque de pisos.

La pared era de color blanco, con muchos desconchones y un sinfín de ventanas: iluminadas, oscuras, centelleantes, blancas, amarillentas, con cortinas… Solía sentarme en un banco y mirar en la misma dirección, hacia el norte, durante largos ratos. Pero me gustaba más otear desde mi balcón. Desde allí podía divisar todo el bloque blanco que se alzaba a lo lejos, además de los pisos de enfrente, también de color blanco, y con ventanas cuadradas y alargadas.

Si, en cambio, me iba a la salita y miraba hacia el sur, podía ver muchas otras ventanas, de muchos tipos diferentes. Justo ante mí estaba la maraña de casas bajas del Faro. A la izquierda se veían los gigantescos pisos de Santa Eufemia, en Tomares. Muchas hileras de luces conformaban un mosaico variable. Más lejos aún, aún podían verse algunas lámparas encendidas en las torres de Ciudad Aljarafe, y si te fijabas bien, incluso podías apreciar el tono blanquecino de los fluorescentes del hospital de Valme.

Nunca me cansaba de mirar aquellos puntitos de luz, ora brillantes, ora difusos. Lo hacía con atención, intentando imaginar qué había más allá de los marcos de las ventanas, de quién eran las sombras que veía moverse en las paredes de aquellas habitaciones, o qué historias guardaban tras de sí. Y aunque en verano ni siquiera los niños tienen toque de queda, siempre llegaba la hora de irse a la cama, y ésta normalmente coincidía con el momento en que no quedaban ya más pipas que comer en el alféizar.

Era el momento más dulce. La ventana de mi cuarto daba a un patio interior. Más bien era un patio de luz, pero en las noches de verano parecía el clásico patio de vecinos trianero. Se oían voces aquí y allá. Un chaval llamaba a su madre, que quizá era quien provocaba ese ruido de platos y cubiertos entrechocándose, mientras otra persona abría un frigorífico viejo y ruidoso para tomar un vaso de leche antes de acostarse.

Recuerdo la primera vez que me encaramé al alféizar y asomé la mirada al patio. Vi muchas ventanas, iluminadas y oscuras, reunidas en torno a cuatro paredes desconchadas en las que se anclaban las poleas de los tendederos. Siempre había escuchado las voces, pero no sabía de dónde procedían. Y cuando vi lo que había realmente allí, seguía sin adivinar desde dónde llegaba uno u otro ruído. Era lo que más me fascinaba de esa cueva mágica repleta de luz, sombras y sonidos misteriosos.

Esa noche descubrí que aquellos lejanos puntos de luz que veía en otros edificios en verdad encerraban otras vidas, otras historias, otros mundos por descubrir. Lo supe porque en el mismo patio había treinta ventanas que eran treinta universos desconocidos y diferentes. Recuerdo que la ventana que estaba frente a la mía siempre se iluminaba a la misma hora, y siempre aparecía la misma muchacha deshaciendo la cama, de espaldas a mí. No sabía ni siquiera cómo se llamaba. Nunca llegué a verle el rostro, porque cuando ella se daba la vuelta, yo me agachaba rápidamente para que no me sorprendiera mirándola desde mi atalaya.

Era como una aventura sin fin. Cada noche, mirando al techo, con las voces de mis vecinos de fondo, inventaba historias sobre los mosaicos que veía en los pisos de Santa Eufemia, o sobre las sombras que se adivinaban en el bloque de paredes blancas y desconchadas, o sobre la misteriosa muchacha de la ventana de enfrente.

La otra noche, delante de Urgencias, me di cuenta de que había olvidado por completo el patio, y las historias, y las noches en el balcón. Ahora que habían vuelto a mí, quise seguir paladeando esa dulce sensación mientras volvía solo a casa. Realmente fui feliz mientras recordaba por momentos las ventanas de la infancia. Pero luego volví a entrar en mi habitación, a oscuras, y me encontré de nuevo con una ventana a través de la que sólo se ven una reja y un muro cochambroso.

El Chispelo

Lo llamaban Chispelo. El padre de los Sevillanos. El marido de aquella republicana de la capital. De ella dicen que bordó la tricolor, que leía a voces el diario en la plaza, que alborotaba a los campesinos. Pero de él, nada cuentan los ancianos. Sólo que nunca habló o pensó de más. Que nunca se metió en escándalos, ni participó en nada de puertas afuera. Un hombre noble, una bella persona. Pero un día de aquellos calurosos, en el verano del horror, los moros preguntaron por la Sevillana con tres puñetazos en su puerta. «No puede irse, está enferma en la cama», les respondió su marido. «¡Pues vente tú!». Lo cogieron del pescuezo, y lo llevaron por las callejuelas hasta la plaza de la Iglesia. Allí se pararon, y el Chispelo quedó quieto, callado, sin volverse. Una bala cayó sobre su espalda con el fragor del trueno, y clavó las rodillas en los adoquines, entre un charco de sangre. El padre de los Sevillanos arrastró su agonía hasta la puerta de la sacristía, por cuyo vano asomaba una sotana de color muerte. El Chispelo alzó la vista, suplicante, pero sólo recibió un bramido por respuesta. «¡Rematadlo!». Unos pasos de botas se acercaron, y el cañón de una Astra 400 dictó sentencia. Luego el silencio cayó a plomo, y el miedo siguió resbalando por las paredes desconchadas.

El Chatarra

Allá en el barrio, en la calle siempre cuesta abajo, donde la chicharra canturreaba entre los matojos secos que verdeaban en marzo, había un residente perenne. No era más que un viejo coche, un Citröen CX, de color azul celeste, como el cielo del oeste en las mañanas soleadas de julio. Un cúmulo de años, enroscados entre la chapa descolorida por el sol tenaz del verano.

Lo llamábamos el Chatarra. Era como un anciano que ya poco podía decirnos de la vida, pero que sobre sí había cargado el peso de innumerables épocas. Y el tiempo, con su implacable mano, lo había anclado en aquel hueco, pegado a la acera, justo frente al número 15.

Muchos días pasamos rodeándolo, con la curiosidad por mirada, preguntándonos cuántas veces habría visto amanecer y cuántas morir el sol. Cuántos rumores de otras épocas, traídos por el viento de solano, habrían llegado hasta su coraza desteñida. Cuántas veces la lluvia eterna habría limpiado del polvo del olvido sus cristales. Cuánto tiempo habría permanecido él, con sus faros cubiertos de saudade, escrutando nuestras vidas, adivinando, quién sabe, qué sería de nosotros a la mañana siguiente.

Y sin embargo, a pesar del surco que los días abrían en nuestras almas, allí seguía él, silencioso quieto e inamovible como un milenario olivo de tronco nudoso. Respirando el aroma de los jazmines, en aquellas noches de agosto, de canto de grillos, cuando jugábamos al escondite a la luz tímida de las farolas. Treinta y cinco, lento, media vuelta, ¡por el Chino! Todos atrincherados tras la larga hilera de coches, como parapetados ante una inminente guerra. Y nos delataban. Se aupaban sobre sus ruedas y nos dejaban al descubierto. Y él, nuestro viejo amigo, nos acurrucaba contra sí, echado completamente sobre el suelo, como descansando de tantos años de rutina bajo el mismo cielo.

Él sabía de muchas cosas. Nos contaban nuestros padres que ellos paseaban de la mano siendo novios, y el Chatarra ya estaba allí. Luego vinieron otros desde lejos, y el Chatarra los saludó, con las ruedas medio vacías acusando la carga de los testarudos años. Esos días, los hijos de aquellos que otrora conocieran al Chatarra cuando aún era «la bala celeste», atendían boquiabiertos a las palabras de su amo, su compañero de fatigas. «La bala, la bala…», decía, con su acento cerrado de la Campiña empapado de nostalgia. «Ya demasiado ha hecho por un pobre viejo como yo. Ahora ya por fin descansa». Y callaba, para darle una calada al ducados, casi con una sonrisa asomando a la comisura de los labios.

Un día, vinieron. Armados con un monstruo mecánico vinieron, y lo arrancaron de su sitio emérito. Nos dejaron sin él. Pero nosotros no estábamos para impedirlo. Le habíamos fallado. Tantas tardes recostados en su capó, mirando al cielo y a los balcones con geranios. Tantas historias, contadas a la sombra de una pared encalada, con los pies apoyados en sus puertas. Tantas veces como habíamos mirado en su interior, creyendo encontrar un viejo tesoro escondido, un secreto hace vidas olvidado. Pero nosotros no estábamos allí. Lo habíamos abandonado.

El viejo Chatarra… Él fue el primero en llegar, y también el primero en partir. Antes que a nosotros mismos, a él lo conocimos. Testigo del perdón de todas las peleas en diez calles a la redonda, mudo confidente de secretos pactos de sangre, fiel compañero que nos prestaba su espalda para recuperar el aliento carrera tras carrera. Era nuestro Padrino, siempre velando por nosotros.

Pero ahora un silencio pesado se movía entre nosotros como un fantasma. Nos sentíamos vacíos, sin el sordo destello de cristales empañados por el paso de las tardes, sin esos faros alumbrándonos con su tristeza de largos otoños. Tan sólo había un surco en el suelo. La tierra, el polvo, las pelusas se acumulaban, formando un epitafio sin palabras.

Y allí permanecíamos todos, anclados en la puerta encalada del número 15, como él lo estuvo lentas tardes. Uno tras otro, en hilera, como un equipo hundido que se ha dejado la ilusión en la cuneta. Contemplábamos, con mirada vidriosa, la gloria perdida de su trono inmortal. Sobre nosotros, sin darnos cuenta, nos consolaba el cielo eterno de agosto, teñido de un celeste tenue, como de saudade. Como el que durante veranos infinitos atesoraron aquellos cuatro pedazos de chapa raída.

Do you remember V?

«Mira en lo que se entretienen tus amigos», oí que me decía mi padre. Y cuando levanté la vista me encontré con la primera página del ABC -ese diario que cada día me gusta más- ante mis narices. Y en ella, una foto de un monigote ahorcado, y ataviado con corona, los colores de la bandera monárquica, una careta del rey y un tiro en el pecho. A su lado, un cartel de los nazionalistas catalanes. En el titular se leía lo siguiente:

Impunidad radical en Barcelona. Ahorcan un muñeco con la cara de don Juan Carlos, los colores de España y un tiro en el corazón, en pleno campus de la Universidad [Autónoma de Barcelona].

En un principio, me hizo gracia la analogía entre el rey y un monigote, puesto que esa analogía no queda tan lejos de la realidad. Sin embargo, no me hizo ni gota de gracia que mi padre me identificara -una vez más en el gran montón de veces- con los pelagatos independentistas que se divierten quemando fotos de las personas. Igual que cuando me compara con los progresitos o con chusma similar.

Tiene España una gran lacra. No, no es ninguna de esas lacras estúpidas, inofensivas e incluso inexistentes por las que se pelean nuestros «gobernantes», sino una muchísimo peor. Se trata de muchos millones de españoles. Muchos millones de españoles que, cegados por esa política de insulto fácil, crítica vacía, temática inútil, discurso barato y catastrofismo generalizado que hoy en día nos ofrecen esos partidos que se autodenominan mayoritarios, se vuelven acríticos y aborregados en su forma de pensar. «Lo que hace y dice el PP es malo, lo que hace y dice el PSOE es bueno», por poner el ejemplo flagrante en nuestra querida Sevilla, aunque también -y mucho- en viceversa.

Millones de personas que no saben ver más allá de unas siglas, de pelagatos que se tiran las horas muertas discutiendo sobre el sexo de los ángeles desde su escaño, mientras se llevan el dinero con el que se podrían saldar las deudas que a nosotros nos ahogan. Y ahí llega uno, la mar de feliz, y dice «yo soy de ideas republicanas», con todo el derecho que tiene a decirlo, y respetando las demás opiniones, esperando, eso sí, que los demás respeten la tuya. Pero resulta que eso no ocurre. Llegan los graciosos de turno, los que no no tiene capacidad crítica para diferenciar entre la B y la V, y te meten en el mismo saco que a los nazionalistas de ERC, que a los batasuneros, y que a los niñatos que queman fotos de personas con derecho a que se respete su dignidad.

Me parece magnífico, oiga.

Mientras pensaba todo esto, seguí hojeando el diario. Y entonces me topé con una noticia cuanto menos preocupante, pero que resultó una conclusión inesperada a la par que tremendamente lógica para el hilo de mis pensamientos.

El Congreso elimina el anonimato de las líneas prepago de teléfonos móviles.

[NOTA: como los graciosos del ABC aún no han entendido las ventajas de abrir la información a todos los públicos en su web, tengo que colgar la información de la página de EL PAIS, aunque al caso es lo mismo]

¿Y ahora qué? ¿Qué implica esto? Pues ni más ni menos que una vulneración flagrante y alevosa de dos de los derechos más elementales de la democracia europea: el derecho a la intimidad y el derecho a la privacidad de las comunicaciones. A partir de ahora, siempre que la policía lo estime oportuno, podrán investigar nuestros datos, ver a quién llamamos, durante cuánto tiempo, y desde qué lugar. Un pinchazo en toda regla. Un Watergate público, al servicio del Estado.

Ahora bien, cualquiera podría alegar que para ello se necesita una orden judicial. Es cierto. De hecho, en la info de EL PAIS presentan esto como uno de los tres requisitos que, supuestamente, garantizan nuestra privacidad. Pero, ¿y si por casualidades de la vida -que no son tales- nos topamos con un juez propenso a cometer abusos, como pasó con el señor Del Olmo cuando secuestró El Jueves? ¿Podremos confiar en el criterio de ese juez para evitar que la policía campe a sus anchas por encima de nuestra intimidad?

Los otras dos barreras que protegen el secreto de nuestras conversaciones telefónicas son, según el diario, que los pinchazos sólo podrán realizarse en caso de «delitos graves», y que en ningún caso se cederán los datos referentes al «contenido» de las conversaciones. Bueno, para empezar, los delitos graves no se tipifican, así que hay tenemos un buen vacío en cuanto a la interpretación. Y con respecto al contenido de las conversaciones, faltaría más que encima de estar espiado por la policía, se divulgaran mis conversaciones. De hecho, no sé por qué ni siquiera la policía tiene por qué meterse en algo tan privado como mis comunicaciones personales.

Aseguran tanto desde el Gobierno como desde la oposición (hay que ver con los asuntos importantes para ellos, los que dan facha y vistosidad -es decir, los absurdos-, cuánto se pelean, pero con este tipo de abusos qué bien se llevan) que esta ley es una nueva herramienta con la que «dar cobertura legal a las investigaciones policiales». Con la excusa del terrorismo y las poyas quieren controlarnos hasta en lo más íntimo. Sobre todo hay que alarmarse teniendo en cuenta que antes ya se podían realizar pinchazos, aunque previa obtención de una orden judicial y en caso de delito grave manifiesto. Ahora no, ahora todo es mucho más sencillo.

Algunos, y creo que no hace falta que diga que son los del PP, van más allá e insinúan que el control debería extenderse a los chats y a los foros, argumentando que son las vías «más usadas por las redes de pederastas». Bueno, muy bonito todo eso. Pero díganme: ¿no hay nada de la posibilidad de controlar aún más de lo que ya se controlan los foros, los chats, las páginas webs y, lo más importante, los blogs? En caso de que esa ley hubiera ido más lejos, millones de bloggers y foreros en toda España nos hubíeramos sentido amenazados, y por tanto hubiéramos tenido que pensárnoslo dos veces antes de hacer una crítica -subida de tono o no-, decir una palabra más alta que otro, poner verde a la $GA€ (cosa que ya hoy en día, y sin ley de por medio, es aceptada por el Estado como perseguible, por culpa de esta mafia de matones) o, por ejemplo -y me da coraje sólo de pensarlo-, cuestionar al rey o a la corona.

Todo esto me hizo pensar al instante en el mundo de V, a esa sociedad cegada por la falta de crítica y conciencia, subyugada a un poder tiránico que los controla hasta en el más mínimo ápice de sus vidas. ¿Será necesario, en un futuro quizá no muy lejano, un V en nuestro país, en Europa, en el mundo entero?

Quizá penséis que desvarío. Incluso yo, mientras escribo esto, pienso que voy demasiado lejos. Sin embargo, leo la pregunta retórica de una diputada de ERC (que tampoco se moja mucho que digamos): «¿Qué está dispuesta a aceptar la ciudadanía en beneficio de la seguridad?».

Yo sé que yo estoy dispuesto a aceptar una lista de muy poquitas cosas, y desde luego, que se metan por la cara en mi intimidad no entra dentro de esa lista. Ahora, miedo me da lo que estén dispuestos a aceptar esos millones de borregos acríticos que lo mismo lo meten a uno en el mismo saco que a otros totalmente opuestos, que se dejan controlar por no darse cuenta siquiera de qué forma están manejando sus vidas. Eso es lo que me da verdadero pánico.

Entonces, cogí el periódico, abierto por la página que contenía la noticia, y se lo di a mi padre, al tiempo que le decía: «Mira en lo que se entretienen tus amigos».

El barrendero y el emperador de Gelves

EL BARRENDERO Y EL EMPERADOR DE GELVES

Comedia en una parte toa del tirón

(Parque del Alamillo. Extensión de césped con árboles alrededor. Se ve al BARRENDERO jugando a la Play. De repente, se escucha un gran estruendo, y luego… ¡¡KAPUM!! El BARRENDERO mira un momento y sigue a lo suyo. Aparece dando tumbos el EMPERADOR).

EMPERADOR. (Jadeando) Ay, ay… Sus muertos, ya me he vuelto a caer del Messenger… (se acerca al BARRENDERO y le habla) Illo, suprimo, ¿tiene un sigarro, sosio?
BARRENDERO. (Sin echarle cuenta) Qué va, quillo.
EMPERADOR. Po entonces voy a fumarme el mío. (Saca un cigarro y lo enciende) Permítame que me presente: soy el Emperador del Sacro Urbanizado Imperio Romano Gelveño, para servirle en lo que sea menos en dejarle dineros. (Se calla un momento y mira alrededor) Así que ésta es la civilización que hay por estos lares…
BARRENDERO. Hombre, no puede decirse que en La Cartuja haya mucha civilización… Más bien hay fauna.
EMPERADOR. (Grandilocuente) ¡Ah, la Civilización! Recuerdo mi vasto Imperio de Gelves, en el que todas las mañanas, al despuntar el alba, tocaba a diana un escuadrón de coches atascados en la SE-30. Mi guardia personal de cangrejos de élite y la escuadra especial del ejército del aire, compuesto por mosquitos kamikazes, saludábanme desde el patio del Palacio Adosado Real, y…
BARRENDERO. (Cortante) Disculpe usted, pero el departamento de pelotazos urbanísticos es en Marbella. A mí no me venga con rollos.
EMPERADOR. (Altivo) ¿Cómo? ¿A mis relatos desatender osas? Saber debes que ante una fuente inagotable de sapiencia y cognoscimiento encuéntraste. ¡Ah, la Filosofía! Algún día te hablaré de ella…
BARRENDERO. (Por lo bajini) Nietzsche maricona…

(El EMPERADOR se queda ojiplático, y posteriormente levanta el brazo en un ademán de querer pegarle al BARRENDERO).

BARRENDERO. (De repente) ¡Uy, mira, mira, mira! Faltita al borde del área. ¿Con quién te la enchufo, con Ronalpinho o con Metro-50 Giuly? ¿Ji? Po toma.

(El BARRENDERO se levanta y se pone a festejar el gol. El EMPERADOR lo mira con gesto extrañado).

EMPERADOR. ¿Pero qué demonidades hacéis? (En plan didáctico) Debo deciros que…

(De repente se escucha un gran estruendo de disparos, pisoteo y gritos. Entra la MANADA DE JIPIS DEL CABO GOBAN).

CABO. ¿Qué pasa aquí? ¿Qué tramáis, hatajo de comunistas? ¿Actividades subversivas a mis espaldas? (Enfurecido. Al BARRENDERO) ¡Usted, identifíquese!
BARRENDERO. Po yo soy el Barrendero de La Cartuja, un oasis de cemento alejado del resto del mundo conocido.
EMPERADOR. (Metiéndose por medio y con cierto amaneramiento) Yo soy el Emperador de Gelves, poseedor de todas las tierras a ese lado de la ribera, y si bien Jesu I y ½ el Desheredado, Conde-Duque de Almensilla y Rey del Arrozal del Guadalquivir, está a punto de caer sobre mí, aún me queda honor para servirle en lo que haga falta, apuesto soldado.
CABO. (Cogiéndolo en peso) Calla, inútil, o te meto el fusil por el culo.
EMPERADOR. (Picarón y condescendiente) Si tanto insistes…

(Al CABO le sale humo de las orejas, y se dispone a darle al EMPERADOR el galletón de su vida, cuando de repente un soldado reclama su atención).

ADOLFO. ¡Eh, cabo! ¡Éste está jugando al Pro! ¿Le retamos a unas partidillas?

(El CABO suelta al EMPERADOR, que corre a sentarse apartado de la acción, y se da la vuelta).

CABO. ¡Sí hombre! Po entonces lo va a flipar el niñato enterao este. ¡Dejad paso, panda de paquetillos! Vais a contemplar en acción al meister del Pro del ejército de… (Se queda pensativo) del ejército de… ¡Bueno, yo qué sé! ¡Que lo voy a coger con el Madrid y le voy a dar una soba!
BARRENDERO. (Mu tranquilo y encogiéndose de hombros) Por mí vale, pero te advierto que vas a sufrir.

(Comienzan a jugar. El BARRENDERO parece que ni se inmuta, mientras que el CABO suda y aporrea el mando con las manos tensas y los dientes apretados).

ADOLFO. ¡Venga, Cabo! ¡Muéstrele el valor de un soldado!
LUIS. (Con desprecio) Y el pelota este… Eso es pa que luego te dé ración extra de chocolate blanco, ¿verdad?
ADOLFO. (Ofendido) Si tú prefieres seguir comiendo papas con grillos, allá tú.
CABO. (Harto) ¡¡¡Shhhhhhhh!!! ¡Como no os calléis os vais a tragar las guardias de medio regimiento!
JAVIER. (Por lo bajo a ADOLFO y LUIS) Más vale que se calléis, que cuando le entra el complejo de bibliotecario… (Sombrío) No quiero ni pensar en tener que dormir otra vez al raso… (Se estremece) Si eso sucediera… me tiraría por la ventana nada más llegar a casa.
LUIS. Pero si vivimos en un bajo.
JAVIER. (Indeciso) Eh… bueno… ¡po entonces me pego porrazos con los barrotes de la ventana hasta que se me salga el bulbo raquídeo, y luego me echo alcohol en la brecha!
ADOLFO. (Complacido) ¿Ves? Eso ya es un poco más estético.

(Al poco, el BARRENDERO comienza a tomar el control del partido, y a arrinconar al equipo del CABO en su propio campo).

PEDRO. (Riendo a carcajadas y con recochineo) ¡Jojojojo! ¡Hostia, Cabo! ¡La que te ha dao ahí, pare!
CABO. (Muy nervioso y agresivo) ¿Te quieres callar ya, cerdo desertor? ¿No ves que me desconcentras?
ANDRÉS. ¡Illo, illo, illo, que se cuela hasta la cocina!

(El BARRENDERO inicia una incursión en el área con Eto’o, ante la pasividad de la defensa merengue del CABO).

TODOS. (Al unísono y expectantes) Uy… uy… uy… (Con gran estruendo y aspavientos) ¡¡¡¡¡GOOOOOOOL!!!!!

(La MANADA DE JIPIS aplaude entusiasmada mientras el BARRENDERO lanza besos al aire. El CABO se tapa la cara con las manos, ardiente de rabia. El jaleo llama la atención del EMPERADOR, y éste se acerca al grupo, que sigue festejando la hazaña del BARRENDERO).

EMPERADOR. (Con aire de superioridad) ¡Bah! Vulgares gentes, que con el zafio espectáculo diviértense, y que, en escandaloso griterío, tal sin par burda y barriobajera jerigonza despliegan durante su absurdo festejo.
ANDRÉS. (Con un tono mezcla de aburrido y mosqueado) Ea, ya está aquí el triste figura este…
BARRENDERO. Bah, déjalo, que está estreñío.

(El CABO se incorpora de repente, con la vena marcada en la frente a causa de la furia. Tira el mando al suelo y se pone a hacer aspavientos de coraje).

CABO. (Gritando furioso a la MANADA) ¡¡Malditos desgraciados!! ¡¡Sois una vergüenza para mi escuadra!! ¡¿Cómo es posible que os rindáis tan fácilmente al enemigo?! ¡¡Me dais asco!! ¡Esta noche no se cena! ¡Y ahora todo el mundo a… a… a fregar los platos!

(Todos comienzan a murmurar y protestar. JAVIER saca una cuchilla y comienza a cortarse las venas).

BARRENDERO. Pero córtatelas en vertical, que si no, no funciona.

(Coge la cuchilla de JAVIER y comienza a cortarse, enseñándole. JAVIER asiente con aprobación).

PEDRO. (Con desprecio) Vaya panda de emos fracasados.

(La MANADA y el CABO se preparan para partir, pero el EMPERADOR los detiene).

EMPERADOR. (Grandilocuente) ¿Cómo? ¿Sin de mí despediros váisos? Los enseres gastronómico-culinarios para otra ocasión dejad, pues para esa tarea desempeñar ya están mis 100.000 criadas, venidas de las escuelas-taller de toda la provincia de Sevilla. Las sus vuesas mercedes a otros más importantes menesteres dedicaros podéis. En exemplo… ¿masturbáisme?

(Todos cruzan sus miradas. Unos con semblante de alarma, otros de incredulidad, otros de asco).

BARRENDERO. (A un soldado) A ver, tú, ve y me traes el chorizo de cantimpalo que tengo en la despensa…
EMPERADOR. (Excitado) Mmmm…. nunca había probado un chorizo de cantimpalo como juguete… ¿Me enseñarás a usarlo?
BARRENDERO. Pues no, la verdad es que iba a poner unas tapitas pa esta gente. Pero si quieres autocomplacerte, detrás de la puerta tienes el escobón.
EMPERADOR. (Desencantado) Bah, pobre patán… ¿no comprendes que el acto coital sin calor humano no es sino una vulgar interpretación del placer? (Comienza a adquirir un semblante triste. A punto de llorar) ¿Acaso no me queréis? ¿Qué es la vida sin amor? ¿Por qué he de sufrir yo esto? ¿Cuándo se va a ir Lopera? La existencia ya no tiene sentido para mí.
JAVIER. ¿Te cortas las venas con nosotros?
LUIS. ¡Dejarse ya de hacer morcillas con vuestros brazos y alegrad los caretos! Os propongo que nos vayamos todos a echar unos futbolines. ¿Qué os parece?
CABO. ¡Magnífica idea! ¡Venga, yo invito y tú pagas!
LUIS. (Entre dientes y furioso) ¿Por qué no podría meterme por una vez la lengua en el culo?
BARRENDERO. Y además, iremos contando mentiras tralará.

(Comienzan a irse, y mientras tanto van cantando).

BARRENDERO. El Tussam viene tempraaano, el Tussam viene tempraaano…
TODOS. El Metro ya está acabado, tralará… el Metro ya está acabado, tralará…

(Se van y el lugar queda vacío y silencioso. Tras un instante, aparece en escena ARRABAL dando tumbos. Lleva una botella de whisky en la mano y está borracho perdido).

ARRABAL. ¡Shhhh! ¡Callad ya! (Calla un momento) ¡Hablemos del milenarismo, cojones ya! Estamos hablando del Apocalipsis y hablemos del milenarismo… (Hablando con suavidad) El milenarismo va a llegaaar…

(Aparece SÁNCHEZ DRAGÓ, corriendo y buscando a ARRABAL como un loco. Cuando lo encuentra se va hacia él. Lo sujeta por un brazo y le habla con tono tranquilizador).

SÁNCHEZ DRAGÓ. Fernando, estás borracho, creo que…
ARRABAL. (Soltándose y haciendo aspavientos) ¡Déjame hablaaar! (Con un sonido muy sibilante en la pronunciación de las “S”) ¡Se deja hablar a la minoría si… si… sil… silen.. silenciosa! La minoría silenciosa es católica, fea y sentimental.
SÁNCHEZ DRAGÓ. (Cogiéndolo de nuevo y conduciéndolo) Fernando, deja ya la tontería esa, que tú no vas a montar ninguna secta. Recuerda que sólo eres un escritorcillo del tres al cuarto.

(Comienzan a alejarse lentamente. Mientras, van hablando).

ARRABAL. Todos los españoles están a favor de mí, amigo mío…
SÁNCHEZ DRAGÓ. ¡Pero si tú eres de Marruecos!

(Abandonan la escena. Cae el

MANTEL DE COCINA
(porque no había dineros para un telón)