Riverside

Semana VI en La Copa del Meado. Esta semana nuestros textos tienen 2020 como tema común. Os invitamos a que los leáis y, cómo no, a que nos dejéis vuestros comentarios y, por supuesto, los votos que decidirán el ganador de esta nueva copa. Ahora os dejo con mi aportación para esta semana. Espero que os guste.

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RIVERSIDE

El río fluye sereno en esta época. Lo recuerdo así desde que lo contemplé por primera vez, cuando era un renacuajo. Tampoco pierde ese color turbio y espeso, como un gran caldo parduzco condimentado con la miseria de los hombres que fluye sin fin hacia ninguna parte. Me pregunto qué diría este río si pudiera hablar, qué historias oscuras de siglos lejanos y olvidados narraría. Pero el tiempo de la magia dejó de brillar hace muchos años, no se sabe ya cuándo, y y no queda alguien que cuente historias. Tal es la desmemoria de los hombres en este tiempo oscuro en el que nadie recuerda ya su propio nombre.

Je, je, recuerdo cuando llegó el año 2001 y un hombre, recostado en el asiento de su viejo Renault 12, me decía: “Ea, pues ya está aquí el 2001, y yo no he visto naves espaciales ni extraterrestres andando por la calle ni na de na”, y yo miraba a la vieja fachada de ladrillo del colegio y a la marabunta de niños que gritaban y corrían, y él sentenciaba: “¡Aquí na má que hay mierda!”.

Je, je, je, pobre. Si hubiera visto en qué se ha convertido todo. Pero él tuvo más suerte que los demás, y Dios lo recogió pocos años después de aquello. Algunas veces me acordaba de esas palabras suyas, y las tomaba como una frase hecha, como cualquier otra muletilla, pero al tiempo comencé a mirar el mundo con otros ojos y entendí qué era lo que realmente había querido decir. Pero para entonces el hombre ya se había ido. Quizá estaba ya cansado de ver tanta mierda. Por eso seguimos todos nosotros aquí, porque no nos hartamos de esa mierda cotidiana que es este mundo.

En verdad… quién nos lo iba a decir a todos entonces. Quién nos iba a decir tantas cosas. Sentarme en este lugar a mirar el río y todas las cosas que hay alrededor y a pensar en cómo era todo hace no tanto es uno de mis divertimentos preferidos. Tampoco es que tenga muchos, pero, aunque los tuviera, preferiría esto antes que otra cosa, este recordar de sonrisa nostálgica que todos han cambiado por una esperanza en un futuro de vallas publicitarias con carteles viejos medio despegados.

Me pregunto quién se acuerda ya de aquellos años de prosperidad, de los otros de zozobra que siguieron. Je, entonces ya habían olvidado lo que había pasado apenas diez años antes. Hoy seguro que no saben ni qué han hecho en la mañana. Compadezco a la viga desnuda del antiguo puente del metro, que yace clavada como una espada quebrada en el lecho del río.

Una mañana de junio cualquiera, todo se llenó de sirenas y alarmas y gritos y humo que ascendía desde las entrañas de la tierra. Uno de los trenes saltó por los aires justo sobre el río. Los vagones y el hormigón y los cadáveres ardiendo volaron sobre el campo y las casas. Entonces comenzó todo. Alguien dijo “árabe”, y fueron a por los árabes. Y cuando ya no hubo árabes, como en aquel poema, fueron a por otros, y pronto fue un todos contra todos y las bombas y las barricadas y los agujeros de los tiros en esas casas bajas de ahí y el convento del cerro que ahora es un cuartel de vigilancia y control. Si los reyes taifas vieran su antigua alcazaba.

Ahora la viga del puente y el río son el mismo testigo mudo de los años. Debió de ser muy grande para clavarse y sobresalir, porque algún tiempo antes habían acometido un dragado en el lecho fluvial. Desde entonces, los viejos de las islas del arroz contemplan cómo los campos verdes de antaño se tornan baldíos sin remedio y mastican maldiciones entre dientes. Les dijeron que era culpa de la draga, que el río se había vuelto salado. Pero ellos recogían cada mañana los cadáveres tiroteados que la corriente escupía en los arrozales y entonces sabían que lo que había matado los campos era la miseria de los hombres que el río arrastraba y repartía por doquier, cruel e indiferente.

“Pero hoy se vive bien”, proclaman. No les falta razón, después de todo. No si se refieren a todos los que viven en esas torres de cristal y lujo incomparable que ahora tengo enfrente, en lo que antes era la dehesa, o las 320 hectáreas de jaramagos, como cierta vez definió mejor un amigo. Antes, todo eso era campo. Je, je, parezco un viejo. Hubo un tiempo en que querían hacer un gran parque para alegría de niños y mayores, y entonces, en un abrir y cerrar de ojos, se convirtió en un campo de batalla y se llenó de agujeros de las bombas que esparcían los cuerpos de las grandes fosas comunes excavadas poco tiempo antes. Pero hoy se vive bien. O al menos viven bien los directivos y diplomáticos chinos, indios, brasileños, también algún árabe que supo abandonar a tiempo el negocio del petróleo, que tienen en esas torres sus casas, estudios y oficinas.

Me encanta mirar las ventanas en esta hora, al fresco del crepúsculo del mayo último, igual que cuando era un niño, pero ahora no veo la silueta de la gente en las ventanas como sombras chinescas recortadas a la luz de una lámpara, como entonces, sino que pienso en sus vidas anodinas, llenas de este presente de nada infinita y de las promesas de un futuro que no existe. Esa gente de los barrios altos y las de las casas bajas a mi espalda o en esos bloques de ladrillo visto medio derruidos, siempre vigilados por las torres del cuartel, y yo aquí sentado, riéndome de ellos como en ese Gran Hermano que tanto les gusta y que yo siempre he despreciado. Sólo que aquí no hay cámaras ni ficciones. Sólo ellos y yo y las ventanas.

A veces cruza el puente algún deportivo de lujo conducido por un empresario chino que viene de cualquier burdel del Barrio Bajo. Luego me acuerdo del viejo R12 y del hombre y de lo que decía. Pienso en cómo se fue y nos dejó mamando nuestra propia mierda, y en cómo nos gusta, pues seguimos aquí, cada uno a su manera. Hace algunos años hubiera depurado toda esa mierda narrando historias en los papeles, como solía hacer, por oficio y diversión infinita.

Pero hoy ya nadie narra historias y por eso la gente no recuerda del pasado más que algunas sombras de hace unas horas, como una niebla difusa que vela los ojos al mirar atrás. Yo me quedé sin oficio, y ahora me entretengo como todos, acechando como un buitre la mierda infinita de vidas ajenas que nada me dicen. Si eso no es diversión, nada lo será ahora que todo lo que me queda es mirar el río y las ventanas desde debajo de este puente y procurarme algo de candela y de vino para la noche.

Publicado por

Jesús Rodríguez

Periodista, fotógrafo, locutor de radio y escritor de Sevilla. He trabajado para más de veinte medios en distintos soportes. Estoy especializado en política, datos, temas sociales y música electrónica.