Marismas del Guadalquivir: el mundo sobre el agua

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Es temprano y la Venta El Cruce, en las afueras de La Puebla del Río, se despereza con parsimonia, como la mañana lenta que surge tras la bruma. El gorgoteo de la cafetera ahoga el canto de unos pájaros y pronto un par de coches aparcan en la puerta. Somos pocos en el lugar, pero no parece que haga falta mucha más gente. El camarero, con aire tranquilo, saluda a uno de los parroquianos que aún está en el quicio de la puerta.

—Buenos días, Manuel. ¿Qué te pongo?
—Ponme una copita de aguardiente seco, niño.

Ésta es la puerta del Sur y quienes aquí vienen son los centinelas de voz dura y áspera y surcos en la frente y en las manos, igual que el arrozal llegando mayo. El alma y la mirada de los hombres marismeños es gris y tiene grietas, como el campo que espera con paciencia el agua de la siembra y nunca sabe si al final llegará o si es vana la esperanza. Así se abre y se extiende la marisma, hasta un lugar donde la vista humana llegó tan sólo en cuentos y leyendas. Al sur del Sur, del monte hasta la mar, la vida sobre el hombre y sobre el tiempo.

Arrozales en La Puebla del Río bajo el amanecer de mayo

Entre el monte y el arrozal

Nos encontramos en la Venta El Cruce, a las afueras de La Puebla del Río. Un lugar perfecto como punto de partida del viaje y también para tomar fuerzas con un buen desayuno antes de iniciar la marcha. Justo delante de la venta está la rotonda en la que la carretera que viene de La Puebla se bifurca y obliga al viajero a decidir entre dos caminos para ir a la marisma: el de los poblados y el de la Dehesa de Abajo.

El primero de ellos está concurrido a esa hora con coches que se dirigen a la labor en las Islas del Guadalquivir, de modo que lo dejamos a un lado y decidimos continuar de frente. Nos adentramos en la bruma de la mañana que aún no se disipa, que nubla el horizonte y tiñe el paisaje con una tenue luz añil.

El camino se convierte en una línea que demarca dos mundos, dos tierras enfrentadas como el Infierno y el Cielo. A la izquierda, insondables hectáreas de arrozales cuya extensión escapa a la vista con ayuda de la niebla. La tierra cenicienta y cuarteada que espera con paciencia el agua de la siembra se funde con el cielo en un lienzo grisáceo. Nada hay más allá de las cancelas, entre los almorrones. Un páramo desierto en el que la muerte ha secado la existencia hasta una nueva tregua que aún no llega.

La carretera, como un cortafuegos entre la vida y la muerte, ha impedido el avance de la tierra oscura. Al otro lado, en la margen derecha, el verde pugna contra la mañana gris y la luz apagada. Anchos prados caen sobre Las Colinas, las últimas estribaciones del altiplano del Aljarafe. Es la Dehesa de Abajo, un manto verde que se extiende entre el monte y la marisma, entre los pinares y los campos de arroz.

La Dehesa de Abajo en La Puebla del Río

La hierba y las flores cubren el campo sin pudor. Hay un cercado cuajado de lirios y margaritas, con grandes manchas y pequeñas pinceladas de color, aquí y allá, como un gran tapiz impresionista. Dentro, una yegua y un caballo pastan con su potrillo. Se pueden ver volando a los omnipresentes mirlos, pero también a las primeras garzas reales. Aquí la fauna local comienza a dar la bienvenida al visitante.

Hay también una antigua gravera que hoy es sólo una valla mal anclada y un edificio derruido. La hierba ha cubierto ya la grava y los hombres y las máquinas que trabajan en la cantera no son más que una imagen polvorienta que ya nadie recuerda. Ahora una laguna preside la entrada y anuncia que el viajero está cerca del reino del agua. Las cigüeñas han convertido el lugar en su pequeño palacio. Posadas en sus tronos, sobre las torretas de electricidad, entre vuelo y vuelo, otean el rompimiento de gloria que es el amanecer entre la bruma, sobre el arrozal lejano.

Como Alicia a través del espejo, uno ya no sabe dónde acaba el mundo terroso y dónde comienza ese otro de lagunas y almorrones, de vados y de arroyos. El viajero se hace a la idea cuando ve que, como en los sueños, se encuentra con algo extraño que desentona, que no debería estar ahí pero, no obstante, está. Algo como esas cigüeñas de la gravera, que parece que hablan con el castañeo de los picos de leña, que saludan, dan la bienvenida e invitan a proseguir por el camino, a descubrir todo lo que hay por delante.

Nido de cigüeñas en la gravera abandonada de la Dehesa de Abajo

A partir de aquí todo es puro sueño, un mundo aparte. El camino sigue y sigue, se adentra en el paisaje y bordea más campos que, ahora sí, se van volviendo verdes a cada paso, en las dos riberas de la carretera. El agua aparece de repente y convive con la hierba en grandes lagunas que dejan al descubierto pequeñas isletas.

Pronto llegamos al comienzo de la reserva natural de Doñana. Así lo anuncia un cartel. Todavía queda mucho para llegar al Parque Nacional, pero desde aquí, y a pesar de que estas tierras pertenecen a propietarios particulares, existe protección de la fauna y la flora y veto a los cazadores. Algo que, sin duda, es motivo de gran controversia entre éstos y los colectivos ecologistas y otros habitantes lugareños, como atestiguan las pintadas en favor y contra la prohibición que pueden verse en los transformadores de la luz a lo largo del camino.

Tras dejar a un lado los arrozales, la marisma es una gran extensión de cercados entre los que discurre el camino, ya de tierra y grava. La única referencia que la vista encuentra en el horizonte es la casa de bombas, un gigantesco edificio que alberga motores para bombear, canalizar y administrar el agua que inunda los campos en época de riego y de cultivo. Más allá, difusas entre los últimos jirones de bruma, se divisan algunas naves y cabañas desperdigadas. A lo lejos, ya casi indescifrables, las casas bajas de los poblados de colonos.

Aunque la principal actividad de esta zona es la agricultura —basada en el arroz—, numerosos propietarios destinan los terrenos a la crianza y pastoreo de ganadería bovina. Antes de llegar a la Dehesa de Abajo, se pueden ver algunos pequeños cerrados con reses, aunque en la marisma crece de forma considerable el número de espacios dedicados al ganado, así como el número de ejemplares que hay en cada uno.

Toros bravos en las marismas del Guadalquivir

Desde la senda, el viajero puede contemplar las grandes manadas pastando mientras las garzas reales aparecen ubicuas en vuelo y en la tierra. El paisaje y el momento merecen un alto en el camino. Aunque los cercados se sitúan en vetas —pequeñas elevaciones del terreno ajenas a las inundaciones—, las abundantes lluvias del invierno han dejado tupida vegetación e incluso charcas, y la brisa arrastra un perfume a hinojo y a salitre que es preciso aspirar con calma.

Las vacas y los toros no tardan en percatarse de la presencia de extraños. Tan pronto se asustan y se alejan espantados por las voces como se sienten curiosos y deciden acercarse a mirar, todos juntos, al principio desde lejos, luego un poco más de cerca. El toro —quizá más la vaca, sobre todo las paridas— es un animal al que hay que tener todo el respeto del mundo, más en el campo que en una plaza. No obstante, cuando se le tiene delante, cuando el hombre y el toro nada han de temer el uno del otro, sólo esperar simple admiración curiosa, más allá de la veneración hierática, contemplar a una de estas manadas se aleja del espectáculo y el mito que suele rodear a esta especie y muestra al toro tal como es, su verdad al descubierto, su mirada honda y el mugido sordo lanzado al infinito. La mansedumbre y nobleza del que nada teme al saber que aquél al que enfrenta ningún mal va a dejarle.

El mundo sobre el agua

El camino prosigue desde los pagos de Peroles, poco antes de llegar a la casa de bombas, a unos 10 kilómetros de la Venta El Cruce y a unos 4,5 del poblado de Isla Mayor, como indica un cartel junto a una bifurcación del sendero.

Entrada al Parque Natural de Doñana

Tomamos rumbo hacia el oeste, nos adentramos más y más en los humedales y dejamos atrás la mayoría de los cercados de reses bravas, aunque se pueden encontrar casi por todo el territorio de la marisma. A partir de aquí, la vegetación se va haciendo más tupida y las zonas encharcadas más abundantes, aunque persisten las parcelas de regadío y las que no cuentan con tanta flora. En las vetas hay algunos rebaños de ovejas. Llevan lazos rojos en el cuello para protegerse de los zorros, que abundan por esos pagos. Las borregas invaden el camino. Se nota que están acostumbradas a ello y que no les importa demasiado la presencia de los viajeros.

El agua gana terreno a cada paso. Pronto llegamos a un puente sobre un arroyo. Al otro lado, el riachuelo desemboca en una gran laguna, bastante más pequeña que la que medio kilómetro más adelante. Aunque todavía surge vegetación de entre las aguas y se ven espacios secos dedicados a la siembra del arroz, una parte importante de la gran cuadrícula que conforman los pagos y los caminos en la marisma se encuentra anegada tras las fuertes lluvias del invierno. Las inmensas lagunas y los arroyos que se ensanchan, se bifurcan y abarcan y rodean los arrozales secos vuelven más intenso el contraste entre el agua y la tierra cenicienta.

El sol se refleja en una laguna en las marismas del Guadalquivir

La vegetación que desaparece deja paso a una fauna más numerosa. No sólo hay garzas, sino que, sobre todo, están presentes las aves acuáticas, como patos y fochas cornudas, e incluso algún flamenco. Estamos cerca del límite con el Parque Nacional de Doñana y la población avícola se multiplica. Enclavado en el límite del parque, como una especie de puerta para el viajero, se encuentra el Centro de Visitantes José Antonio Valverde. Es el principal de varios centros de observación y avistamiento de aves que la Junta de Andalucía mantiene en diversas zonas y homenajea con su nombre al principal defensor de la creación de un espacio protegido en la desembocadura del Guadalquivir durante los años 60.

El observatorio, abierto a visitantes tanto individuales como en grupos, tiene la misión de proporcionar una oportunidad de avistar a las aves e información sobre el entorno, su historia y la fauna y flora locales. La importancia de este centro radica en su situación estratégica, junto al Lucio de las Gangas, una gran laguna natural que una ingente aglomeración de aves de distintas especies —garza blanca, garcilla negra, focha cornuda, flamencos…— usa como lugar de descanso y alimento en su paso entre Europa y África.

El Lucio de las Gangas, en el límite entre las marismas del Guadalquivir y el Parque Nacional de Doñana

La senda del colono

En el mismo límite del Parque Nacional, y con el camino hacia el norte —el que lleva a Villamanrique de la Condesa— bloqueado por las aguas, no hay otra alternativa que dirigirse hacia el sur, rumbo hacia los poblados de colonos de las Islas. El más cercano, y también el más importante, es el de Isla Mayor, la antigua Villafranco del Guadalquivir, a unos 12 kilómetros del Centro José Antonio Valverde.

Como un sueño que se desvanece, el mundo sobre el agua va quedando a la espalda mientras el sol alcanza su cénit y parece que el campo se seca y se cuartea, se torna ceniciento y amarillo bajo la luz del mediodía. Todavía se ven bandadas de garzas blancas y negras, pero cada vez son menos, y casi se diría que la tierra árida y agreste expulsa la vida de sus dominios. Cuanto más se acerca a los poblados más va notando uno la mano implícita del hombre en todo cuanto ve, en esa ausencia de vida que vuelve, como un espejismo, encarnada en el verde del arroz en el verano, por la magia del bombeo del agua en los canales y de las semillas rociadas en el barro.

Las garzas sobrevuelan las marismas del Guadalquivir

Éstos son los caminos por los que transitan los colonos desde hace un siglo, cuando vinieron desde las albuferas del Levante a poblar una tierra inhóspita e insalubre, salvaje, indómita ante las manos hábiles y curtidas de los hombres. Aquí, en medio de esta nada, habrá dentro de unos meses un ruido incesante de motores, de aviones y tractores, de máquinas diabólicas que claman al cielo buscando el fruto de la tierra. Los colonos buscarán el premio de su esfuerzo y marcharán a casa, y el campo quedará desierto, seco y cuarteado, un año más. Y volverán las garzas, y habrá nada.

La marisma tiene magia que hace que el páramo más seco preceda a un puente sobre el río de Casarreales, que casi anega el vado pero lo deja al descubierto. De pronto, una vez más, el mundo sobre el agua. Es la antesala de Isla Mayor, el mayor de los poblados de colonos que se fundaron en la zona tras la desecación durante la dictadura de Franco, que le otorgó su nombre original, Villafranco del Guadalquivir, abolido en 2000.

Isla Mayor, como el resto de aldeas de la zona, vive casi exclusivamente de la siembra de arroz en los meses de verano y de su comercialización durante el resto del año. En esta época, cuando aún faltan un par de meses para que el campo se prepare para la inundación y la siembra, los almacenes aún bullen de actividad y conservan numerosas y enormes sacas repletas de grano. También hay otra industria, la del cangrejo, íntimamente ligada a la del arroz, pues la supervivencia de esta especie depende de los cultivos y de las buenas cosechas.

Isla Mayor, en las marismas del Guadalquivir

La especie de cangrejo presente en las marismas no es la propia del país, sino que es la variedad americana de cangrejo rojo de río (procamburus clarkii), con forma de cigala pequeña. A mediados de la década de los 70, unos 100 kilos de esta especie fueron introducidos en un vivero de anguilas de la marisma, de donde muchos ejemplares escaparon, invadieron los canales, se reprodujeron rápidamente y acabaron devorando a la variedad autóctona, hoy inexistente en esta zona.

La gastronomía local, famosa en toda la provincia, se basa en platos que tienen como ingrediente principal el arroz, como es lógico, aunque la especialidad radica en las diferentes recetas para prepararlo. La combinación clásica es la de arroz con cangrejo. No en vano, a lo largo del año se celebran distintas fiestas que tienen su centro en estos ingredientes. La principal es la Fiesta del Arroz y el Cangrejo, celebrada a la par que la feria, en el mes de junio. También es un plato habitual el arroz con pato o preparado en paella, un vestigio del origen valenciano de los colonos.

Plaza del poblado de Alfonso XIII, en las marismas del Guadalquivir

El cangrejo también da juego, ya que normalmente, además de con arroz, se prepara con un refrito de tomates, aunque también al ajillo o en salsa. De igual importancia son las recetas de pescado y marisco, como los albures, los boquerones, las anguilas o los camarones, cocinados en tortilla o con pimientos y cebolla. El lugar idóneo para degustar todo esto es el Restaurante El Estero (Av. Rafael Beca 6-11, Isla Mayor), uno de los más afamados de la provincia gracias a su especialidad en gastronomía local —que ya por sí tiene buena fama— pero también a la calidad del servicio y de la preparación de los platos.

Los poblados no son sólo un sitio para comer o estar de paso. Aunque no gozan del atractivo de un gran emplazamiento histórico o monumental, sí que tienen en su favor no sólo el entorno paisajístico, sino el encanto de los antiguos pueblos que algunas localidades del interior del Aljarafe aún conservan. Si bien en Isla Mayor, más acosada por la industria y las naves, no se da tanto esta condición, en el vecino poblado de Alfonso XIII, a cuatro kilómetros en dirección hacia Sevilla, se encuentra ese encanto de pequeña aldea, de casas encaladas con geranios en las ventanas enrejadas. De aldeanos sentados en las puertas de las casas, conversando en mecedoras y fumando algún cigarro con el tiempo atesorado en la mirada y en los surcos de la frente.

Hay rincones, plazas y paredes que cuentan historias del Sur, del campo ceniciento, de las mañanas brumosas de febrero, de las garzas y las cigüeñas. Y también de los hombres, de pescadores, de los marinos que venían desde río abajo, de campesinos valencianos que aún conservan su acento y sus costumbres. Hay vida y cal y luz en los poblados.

Arrozales secos en mayo a las afueras de Isla Mayor, en Sevilla

La voz del viento

Más allá de los campos secos, las garzas, las aguas y las vacas que pastan entre hinojo en los cercados, crece el alma milenaria de los pinos enhiestos, alzados sobre el tiempo, centinelas del campo y de la historia. Los pinares de Aznalcázar, a las espaldas de la Dehesa de Abajo, como un paraíso a la vista, pero oculto ante el trasiego que no permite torcer la vista y visitar lugares que abandonen la senda.

Este monumental bosque de coníferas de edad inmemorial se extiende desde el término de La Puebla del Río, lindando con el humedal de la marisma, hasta las estribaciones del norte del Aljarafe, a lo largo y ancho de más de 2.300 hectáreas de espacio natural protegido que no sólo incluye pinos piñoneros, sino encinas, alcornoques, pinsapos y diversas especies de matorral mediterráneo. Entre la fauna existente, además de la típica —mirlos, ardillas, jilgueros, abejarucos— se encuentra una importante colonia de milanos.

Los Pinares de Aznalcázar, en Sevilla

Es un rincón poco conocido por la gente de los municipios cercanos, a pesar de estar a poca distancia de la capital y de contar con abundantes y bien acondicionados espacios para acampar y hacer barbacoas. Esta ausencia de gente es lo que da atractivo a este lugar, aunque ello no quiere decir que esté mal comunicado o aislado.

A los pinares se accede de forma cómoda, tomando el camino de la Dehesa de Abajo desde la Venta El Cruce, y luego la bifurcación antes de entrar en la Dehesa. A través de una carretera no muy ancha pero bien asfaltada, el viajero pronto se encuentra rodeado de pinos altos y robustos como torres, ya en una penumbra infranqueable, ya en un claro abierto junto al que pastan y retozan venados bravos y sobre el que vuelan cigüeñas y milanos.

El camino pedregoso continúa adelante, sobre puentes que sortean arroyuelos, con grietas profundas de siglos, ascendiendo hacia lo más alto del cerro, sobre un mar de pinos que lo cubre todo como olas verdes y oscuras que se pierden más allá de donde alcanza la vista. Uno puede aparcar el coche en el mismo camino —un cortafuegos— y descender por cualquiera de los senderos que crearon el tiempo u otros pasos ya extraviados, o bien inventar uno nuevo a través del cual llegar al final de una de las muchas gargantas rodeadas de colinas que suben y bajan sin fin.

Los Pinares de Aznalcázar, en Sevilla

Ascender al cerro es subir a los cielos y divisar desde arriba aquello que es veinte veces mayor que el hombre. Bajar a las gargantas, al pie de los pinos, es conocer la verdad del mundo en sus raíces, que desde allí se yergue sobre el tiempo y sobre el ruido, sobre la mano humana que reniega de ella y le da la espalda y no regresa. Y volver a esa garganta que es la cuna del ser, a esas charcas donde la vida salta encarnada en renacuajos, es entender que el omega está en la cima de un cerro sobre el que vuelan las nubes; y que el alfa está en las raíces de un pino, al pie de un matorral, por donde fluye un arroyuelo tímido, de agua que brilla con colores, iluminada y teñida por la savia de los árboles que encierran el misterio que es la existencia.

Allí se encuentra el devenir del tiempo, se entiende lo poco que es un hombre y qué oculto y cercano queda todo, tan sólo algunos pasos por delante, detrás de un matorral que nos parece tupido, infranqueable, y sin embargo se aparta si avanzamos hacia él.

En ese lugar concibe uno el misterio que es el de comprender que el mundo entero es uno y que nosotros somos parte de esta fiesta que la naturaleza ha preparado. Concibe uno el canto de los pájaros y la corteza dura de los pinos como algo que está aquí, como nosotros, algo que hay que amar como lo vemos. Lo dice el viento, que habla con la voz suave y lenta que traducen las ramas de los pinos, centinelas del campo y de la historia.

Los Pinares de Aznalcázar, en Sevilla