Ventanas

Pa la Lola y la Esther, que ya les queda menos pa la jubilación

Hace unos días estuve en el hospital de Bormujos, acompañando a mi hermana. Como la cosa iba para largo y yo no tenía ni siquiera un paquete de pipas para distraerme, decidí sentarme fuera, en la puerta de Urgencias.

Me dediqué a observar las ventanas de las habitaciones. Siempre me han fascinado las ventanas. Mirar por ellas, asomarme a los balcones, y observar qué se ve en otras que están más alejadas. Sobre todo de noche, cuando se encienden y apagan las luces, como luciérnagas en las paredes de los bloques de pisos.

Cuando tenía cinco o seis años solía pasar el verano entero jugando en la calle, de sol a sol. Algunas veces, después de cenar, bajaba con mis padres al bar y correteaba por mi calle. Es una de esas calles peatonales con bancos, columpios y plátanos de sombra. En uno de los extremos, antiguamente, había una tapia. Más allá, a lo lejos, se veía la parte superior de un enorme bloque de pisos.

La pared era de color blanco, con muchos desconchones y un sinfín de ventanas: iluminadas, oscuras, centelleantes, blancas, amarillentas, con cortinas… Solía sentarme en un banco y mirar en la misma dirección, hacia el norte, durante largos ratos. Pero me gustaba más otear desde mi balcón. Desde allí podía divisar todo el bloque blanco que se alzaba a lo lejos, además de los pisos de enfrente, también de color blanco, y con ventanas cuadradas y alargadas.

Si, en cambio, me iba a la salita y miraba hacia el sur, podía ver muchas otras ventanas, de muchos tipos diferentes. Justo ante mí estaba la maraña de casas bajas del Faro. A la izquierda se veían los gigantescos pisos de Santa Eufemia, en Tomares. Muchas hileras de luces conformaban un mosaico variable. Más lejos aún, aún podían verse algunas lámparas encendidas en las torres de Ciudad Aljarafe, y si te fijabas bien, incluso podías apreciar el tono blanquecino de los fluorescentes del hospital de Valme.

Nunca me cansaba de mirar aquellos puntitos de luz, ora brillantes, ora difusos. Lo hacía con atención, intentando imaginar qué había más allá de los marcos de las ventanas, de quién eran las sombras que veía moverse en las paredes de aquellas habitaciones, o qué historias guardaban tras de sí. Y aunque en verano ni siquiera los niños tienen toque de queda, siempre llegaba la hora de irse a la cama, y ésta normalmente coincidía con el momento en que no quedaban ya más pipas que comer en el alféizar.

Era el momento más dulce. La ventana de mi cuarto daba a un patio interior. Más bien era un patio de luz, pero en las noches de verano parecía el clásico patio de vecinos trianero. Se oían voces aquí y allá. Un chaval llamaba a su madre, que quizá era quien provocaba ese ruido de platos y cubiertos entrechocándose, mientras otra persona abría un frigorífico viejo y ruidoso para tomar un vaso de leche antes de acostarse.

Recuerdo la primera vez que me encaramé al alféizar y asomé la mirada al patio. Vi muchas ventanas, iluminadas y oscuras, reunidas en torno a cuatro paredes desconchadas en las que se anclaban las poleas de los tendederos. Siempre había escuchado las voces, pero no sabía de dónde procedían. Y cuando vi lo que había realmente allí, seguía sin adivinar desde dónde llegaba uno u otro ruído. Era lo que más me fascinaba de esa cueva mágica repleta de luz, sombras y sonidos misteriosos.

Esa noche descubrí que aquellos lejanos puntos de luz que veía en otros edificios en verdad encerraban otras vidas, otras historias, otros mundos por descubrir. Lo supe porque en el mismo patio había treinta ventanas que eran treinta universos desconocidos y diferentes. Recuerdo que la ventana que estaba frente a la mía siempre se iluminaba a la misma hora, y siempre aparecía la misma muchacha deshaciendo la cama, de espaldas a mí. No sabía ni siquiera cómo se llamaba. Nunca llegué a verle el rostro, porque cuando ella se daba la vuelta, yo me agachaba rápidamente para que no me sorprendiera mirándola desde mi atalaya.

Era como una aventura sin fin. Cada noche, mirando al techo, con las voces de mis vecinos de fondo, inventaba historias sobre los mosaicos que veía en los pisos de Santa Eufemia, o sobre las sombras que se adivinaban en el bloque de paredes blancas y desconchadas, o sobre la misteriosa muchacha de la ventana de enfrente.

La otra noche, delante de Urgencias, me di cuenta de que había olvidado por completo el patio, y las historias, y las noches en el balcón. Ahora que habían vuelto a mí, quise seguir paladeando esa dulce sensación mientras volvía solo a casa. Realmente fui feliz mientras recordaba por momentos las ventanas de la infancia. Pero luego volví a entrar en mi habitación, a oscuras, y me encontré de nuevo con una ventana a través de la que sólo se ven una reja y un muro cochambroso.

Publicado por

Jesús Rodríguez

Periodista, fotógrafo, locutor de radio y escritor de Sevilla. He trabajado para más de veinte medios en distintos soportes. Estoy especializado en política, datos, temas sociales y música electrónica.